Lena despertó antes de que sonara el despertador. El dedo le pulsaba como si llevara un minúsculo corazón aparte. Se quitó la curita, miró la línea rojiza y se puso otra nueva con cuidado. Respiró hondo frente al espejo empañado del baño.
—Respira. No corras —se dijo en voz baja, como si la frase pudiera amarrarle el cuerpo por dentro.
Eligió la misma blusa blanca del día anterior, bien planchada, y un pantalón negro que le ajustaba la cintura. Se peinó la coleta para que no hubiera un solo pelo fuera de su sitio. Desayunó rápido: café instantáneo y una tostada dura. El amargor del café le raspó la lengua. Mientras se lavaba la taza, el recuerdo llegó solo: labios fríos sobre su herida, una lengua rápida limpiando la sangre, el cosquilleo que le subió por el brazo, el calor inesperado entre los muslos. Se enrojeció sola, negó con la cabeza como si pudiera sacudirse la imagen. Era un método de primeros auxilios, se repitió. Punto. Respiró otra vez. Agarró la carpeta y salió.
El bus llegó lleno, pero consiguió asiento junto a la ventana. Miró la torre Ravenhold cuando apareció, oscura contra el cielo plomizo. El cuervo metálico seguía ahí, alzando las alas sobre el sol tapado. Le apretó el pecho un segundo y luego se obligó a pensar en lo simple: llegar, saludar, escuchar, trabajar.
Ana la esperaba en el vestíbulo, vibrando con la energía de siempre.
—Hoy es tu presentación oficial. Respira —le dijo guiñándole un ojo—. Y no corras, que ya sabes que el mármol es traicionero.
Lena sonrió por compromiso. Apretó la carpeta contra el pecho y siguió a Ana por los pasillos. Sintió miradas clavándose de reojo. Dos empleados cuchichearon cuando ella pasó. Otros se limitaron a observarla como quien mira una novedad de escaparate.
—Ignora —susurró Ana—. Aquí todos miran todo. En dos días, se habrán cansado.
La sala de conferencias Este era amplia, con una mesa ovalada de madera oscura y una pantalla enorme al fondo. Diez personas ya estaban sentadas. Un hombre de barba impecable y traje claro, que Lena supo al instante que era Damián, el director financiero, la miró de arriba abajo con una expresión que no lograba decidirse entre curiosidad y juicio. Franco estaba en un extremo, pegado a su tableta, levantó una mano tímida en saludo.
—Ella es Lena Ramírez, se integra al área de logística —anunció Ana.
Los saludos fueron secos pero correctos. Lena tomó asiento al final de la mesa, con la carpeta sobre las rodillas para no saber dónde poner las manos. La tela de la falda rozó su piel y le recordó lo sensible que estaba su cuerpo. Trataba de enderezarse cuando la puerta lateral se abrió sin un solo chirrido.
Adrian entró.
El salón se quedó quieto. Vestía un traje negro que absorbía la luz y una corbata color vino que hacía contraste con su camisa impecablemente blanca. Caminó hasta la cabecera sin apuro, sin ruido, como si cada paso estuviera medido. No levantó la voz cuando habló, no lo necesitó.
—Buenos días.
La palabra recorrió la mesa como una línea tensa. Adrian pasó la mirada por cada rostro. Al llegar a Lena, se detuvo un segundo. No sonrió. No hizo ningún gesto. Solo la miró. Ella tragó saliva. Sintió el pulso en las sienes, en el dedo, en todas partes.
—Metas trimestrales —empezó, girando hacia la pantalla—. Tenemos una auditoría de energía en dos semanas. Necesito tiempos claros, rutas limpias, cero errores de inventario.
Mientras hablaba, su voz se volvió un hilo constante. Lena quiso concentrarse en las cifras, en las palabras “tres semanas”, “plazos”, “proveedores”. Pero cada vez que él movía la mano para señalar un gráfico, el gesto hipnotizaba. Había una precisión, un control que la envolvía. Se odió un poco por admirarlo. Él era su jefe. Punto.
—Lena se integra hoy a logística —dijo, volviendo a mirarla—. Quiero que encuentren tiempo para integrarla, no excusas.
Ana asintió vigorosa. Damián inclinó la cabeza apenas. Franco levantó el pulgar como un niño. Adrian tomó una carpeta del centro de la mesa y caminó hacia ella. Lena se levantó rápido para recibirla. Sus rodillas chocaron con la madera. El golpe hizo que, debajo de la mesa, su pierna rozara la de él. Un choque de tela contra tela, calor contra frío. Lena contuvo el aire. La electricidad corrió por ese punto mínimo, la dejó temblando. Adrian no movió la pierna. Solo se la quedó mirando desde esa cercanía, con los ojos más oscuros de lo que los recordaba.
Extendió la carpeta. Lena estiró la mano. Sus dedos tocaron los suyos. Piel contra piel. El contacto fue un chispazo. Adrian apretó la mandíbula. Lena no supo cómo sostener la carpeta sin pensar que él seguía ahí, a centímetros. Notó su perfume, la menta fría que ya asociaba con él. Se mareó de golpe. Él retiró la mano como si lo hubiera quemado.
Franco, desde su esquina, miró su tableta. La barra de cobertura que había estado en ochenta y seis subió de pronto a noventa. Se le escapó un “qué raro” que nadie escuchó.
Adrian se giró hacia la pantalla. Fue un movimiento rápido. Lena juró que en ese giro sus ojos destellaron un segundo, una chispa plateada con un borde rojizo. Parpadeó. La luz del proyector cambió, pudo haber sido eso. Respiró hondo. Recordó su frase: respira, no corras.
—¿Alguna duda? —preguntó Adrian al cerrar el documento.
—Sí —dijo Damián, sin mirar a Lena—. Los proveedores japoneses están retrasados. Necesitamos un plan B.
Adrian respondió con calma. Lena no siguió el hilo de los detalles. Estaba ocupada luchando con sus propios pensamientos, con su cuerpo traicionándola cada vez que la memoria le devolvía el contacto. Ana le pasó un vaso de agua hacia el costado sin mirarla, como si adivinara. Lena bebió un sorbo, agradecida.
La reunión duró casi una hora. Al final, Adrian cerró su libreta.
—Eso es todo. Quiero informes actualizados al final del día. Lena, te veré más tarde para una prueba práctica.
Se puso de pie. Nadie habló. Salió por la misma puerta lateral, como había entrado. El aire se descomprimió cuando se fue.
Damián se acercó a Lena.
—Te enviaré reportes. Sé puntual. En Ravenhold, la puntualidad es respeto —dijo con una voz sin calor.
—Sí, señor —respondió ella. Se mordió el interior de la mejilla para no contestar algo más.
Franco apareció detrás, casi al rescate.
—Yo te enseño el sistema, tranquila —le susurró—. No es difícil. Bueno, es difícil, pero yo estoy para eso.
Lena sonrió por fin de manera genuina. Tomó el cuaderno de claves que Ana le entregó.
—Gracias. De verdad.
Ana la dirigió hacia la puerta. Al pasar junto a Franco, él le guiñó un ojo de ánimo. Lindo gesto. Afuera, el pasillo parecía más frío. Las luces parpadearon una vez.
—El jefe hoy estaba raro —dijo Ana, ya en voz más baja—. Más pálido. Tal vez no durmió.
—No lo noté —mintió Lena. Lo había notado todo.
Llegaron a una puerta con un lector al lado. Ana pasó su tarjeta. La luz se volvió roja. Pitido de error.
—¡Otra vez! —refunfuñó—. Siempre que necesito apurarme…
—Déjame —dijo una voz atrás.
Adrian estaba allí, sin que ninguna de las dos lo hubiera escuchado venir. Ana se hizo a un lado, tensa. Lena se quedó pegada al marco de la puerta, como un insecto bajo luz. Adrian se colocó detrás de ella. No la tocó al principio. Luego su mano bajó despacio y tomó su muñeca por debajo, como si cogiera una copa de cristal. La acercó al lector.
El frío de sus dedos fue un golpe suave, intenso. Su aliento rozó la nuca de Lena, helado y dulce. Ella apretó los muslos, un reflejo involuntario. La presión de la mano de él en su cintura fue apenas un gesto para acomodarla, pero bastó para encenderle la piel. El lector pitó con un tono agudo. Sobre la puerta, un panel mostró palabras en letras verdes:
CURA activa: noventa y dos por ciento.
Adrian lo leyó de reojo. Soltó la muñeca despacio, como soltando una cuerda tensa. Se apartó un paso, pero su voz aún le golpeó el oído.
—Funciona mejor contigo cerca. Así que, por favor, no desaparezcas.
Lena no encontró palabras. Asintió. Ana tragó saliva y pasó rápido. Ellos la siguieron. Las luces del pasillo titilaron otra vez, más fuerte. Un zumbido grave vibró en los techos.
—Respira —susurró Adrian, tan cerca que la palabra le rozó la piel—. No corras.
Ella obedeció. Inhaló lento. Exhaló más lento. El zumbido murió. Las luces se quedaron quietas. Ana soltó un “por fin” sin darse cuenta de nada más.
Adrian se dio la vuelta. No dijo nada. Se fue por el pasillo opuesto. Lena sintió que el aire volvía a moverse. Se apoyó un segundo contra la pared.
—Estás blanca —dijo Ana—. ¿Quieres agua?
—Estoy bien. Solo… estoy bien.
—Ven, te muestro tu mesa nueva y te dejo en paz.
El cubículo de Lena la esperaba con la pantalla encendida. Ana le entregó una lista de accesos y contraseñas temporales. Franco se asomó por encima del borde para saludarla como un niño curioso. Lena se sentó, tocó el teclado. Sus dedos todavía notaban el frío de la mano de Adrian.
Cuando la pantalla terminó de cargar, una ventana gris apareció sin que ella tocara nada:
Toma mínima de sangre pendiente
Lena se quedó mirando la pantalla con los ojos muy abiertos. El corazón empezó a correrle. Cerró la ventana sin leer dos veces. Desapareció como si nunca hubiera existido. Miró alrededor. Nadie parecía haber visto nada.
Franco golpeó suave el borde de su cubículo.
—¿Todo bien?
—Sí —mintió ella—. ¿Tú sabes por qué el sistema se abre solo?
—Porque es caprichoso. O porque alguien está jugando. Si ves algo, avísame —repitió.
—Claro.
Franco se fue. Lena apoyó la frente en las manos un segundo. Un correo de Ana entró de inmediato:
“Recuerda: mañana a las ocho en punto, prueba práctica con el jefe. No llegues tarde.”
Lena rereleyó el correo. Sus dedos apretaron la curita. La herida latió bajo el adhesivo, como si respondiera a la palabra sangre escrita en esa ventana que ella acababa de cerrar. Cerró los ojos. Vio la lengua fría, el brillo en los ojos, la palabra CURA parpadeando en un panel. Abrió los ojos rápido.
Respira. No corras.
Una cámara en el techo hizo otro chasquido leve. Levantó la vista. Tuvo la sensación de que algo, no sabía qué, la observaba detrás del vidrio. Una sombra rebotó en el reflejo de la pantalla apagada. Cuando volvió a encenderla, solo vio números y tablas, como debía ser.
Trabajó hasta que el reloj marcó las seis. Apagó el computador con dedos torpes. Guardó su bolso. Al caminar hacia el ascensor, sintió otra vez esa mirada pegada al cuello. Tal vez era él. Tal vez era la torre entera.
En el vestíbulo, la baranda nueva relucía. Pasó despacio. El guardia le devolvió la tarjeta con un gesto. Afuera, el cielo estaba a punto de llorar. Lena se ajustó la chaqueta. Tocó el pañuelo con la sangre seca en el bolsillo. El frío del metal de la puerta le recordó el frío de la piel de Adrian.
Mientras cruzaba la calle hacia la parada del bus, repitió con la mente cansada: mañana a las ocho. Mañana respira. Mañana no corras. Mañana, si el sistema vuelve a pedir sangre, alguien tendrá que decir que no. O alguien tendrá que decir que sí.
Y en el piso más alto, una pantalla apagada guardaba el eco de una decisión que todavía no se tomaba. Adrian miró la ciudad y apretó los puños. El olor de ella seguía adherido a su memoria como una culpa dulce. La cobertura había subido a noventa y dos cuando la tocó. Podía subir más. Podía perderse más.
El sistema volvió a parpadear en su reloj, terco:
CURA pendiente: Lena Ramírez
Él no tocó nada. Aún no. Cerró los ojos. Sus colmillos rozaron su lengua con hambre y vergüenza. El día siguiente ya respiraba detrás de la puerta. Y el Velo, que se sostenía gracias a una gota de sangre humana, tembló apenas, esperando.