Su sangre lo salva. Su deseo lo condena. Adrian Raven, un vampiro alfa disfrazado de CEO multimillonario, gobierna la oscuridad gracias a un “velo” que lo hace invisible a los ojos humanos. Pero cuanto más convive con los mortales, más débil se vuelve su máscara… y más salvaje su sed. Un solo error revelará su secreto a la letal aristocracia vampírica que ansía destronarlo. Pero Lena Ramírez—25 años, de mirada limpia y venas que laten como un tambor, sin saberlo, restaura el velo de Adrian con su presencia y apaga la locura que lo acecha… a cambio de encender un hambre carnal imposible de sofocar. Él la necesita; ella le teme. Él la odia por volverlo vulnerable; ella no puede apartarse de esa oscuridad que la llama por su nombre. Enemigos obligados a compartir la noche. Besos que saben a sangre y poder. Mientras la élite vampírica afila colmillos y contratos para hundir a su rey caído, Adrian y Lena juegan un duelo de deseo donde cada caricia puede ser una sentencia. ¿Qué vale más: la eternidad invicta o un amor que quema con luz prohibida?
Leer másLena llegó con el brazo todavía vendado y un cansancio pegado a la piel. El vendaje le picaba bajo la manga y, cuando flexionaba la muñeca, un tirón le recordaba el corte de ayer. Encendió el computador conteniendo la respiración. Nada más ver la pantalla, buscó con los ojos la maldita ventana gris. No apareció. No había “toma mínima” nueva, no había letras mayúsculas llamándola “CURA” a gritos. Soltó aire despacio. Respira. No corras. No sangres, repitió.El silencio de la oficina a esa hora era raro. Sonaban teclas lejanas, el zumbido del aire acondicionado, algún teléfono que ya pedía atención. Lena se acomodó el cabello detrás de la oreja. El roce del vendaje contra la mesa le dio un escalofrío. Y, como un golpe suave, le volvió la memoria del día anterior: la mano de Adrian sobre la suya, su aliento frío en la nuca, la voz pegada a su oído. Se mordió el labio sin darse cuenta. Una punzada de calor subió por el vientre. Lo apartó a golpes de pensamiento. Trabajo. Planillas. Provee
Lena llegó con el brazo vendado debajo de la manga. El vendaje le picaba y, cada vez que movía la muñeca, sentía un tirón pequeño. Encendió su computador y, antes de que cargaran las hojas de cálculo, apareció la misma ventana gris de ayer, como un fantasma puntual:TOMA MÍNIMA APLAZADANUEVA REVISIÓN: HOY 08:15ESTADO: PENDIENTEEl estómago se le encogió. Cerró la ventana de un toque, rápido, como si le quemara la piel. Respiró hondo. Respira. No corras. No sangres, repitió en silencio. Buscó el correo de Ana para distraerse, pero no alcanzó a abrirlo. La pelirroja ya estaba al lado de su cubículo, con el celular en una mano y el ceño fruncido.—El jefe te necesita en la sala fría. Ahora —dijo sin rodeos—. Yo no puedo entrar, tú sí. Vamos.Lena se levantó con el corazón golpeándole las costillas. Ni siquiera preguntó qué era la sala fría; sus piernas ya caminaban. El pasillo hacia esa zona era más estrecho que el resto, con puertas de vidrio esmerilado y un aire que bajaba uno o dos
Lena llegó a la torre más temprano de lo normal, con el cielo todavía gris y la humedad pegándosele a la piel. Había pasado la noche dando vueltas, mirando de reojo el reloj del celular y repitiéndose una frase como un conjuro: respira, no corras, no sangres. Cada vez que cerraba los ojos veía la ventana gris del sistema: TOMA MÍNIMA DE SANGRE PENDIENTE. Programación sugerida: mañana 07:50. La había cerrado a toda prisa, como si al negar la pantalla pudiera negar la realidad. Pero la realidad la esperaba en la puerta giratoria, en el mármol pulido y en el espejo negro de la torre.Se quitó el guante de lana que había usado para cubrir la curita, revisó la herida. La línea en la palma seguía rosada, sensible. Volvió a cubrirla. Caminó por el vestíbulo con pasos medidos. Las luces del techo la acompañaron con un leve zumbido que se calmó cuando ella pasó bajo ellas. El guardia de siempre le devolvió la tarjeta con un gesto breve. Lena respondió con una sonrisa educada y se fue directo a
Lena despertó antes de que sonara el despertador. El dedo le pulsaba como si llevara un minúsculo corazón aparte. Se quitó la curita, miró la línea rojiza y se puso otra nueva con cuidado. Respiró hondo frente al espejo empañado del baño.—Respira. No corras —se dijo en voz baja, como si la frase pudiera amarrarle el cuerpo por dentro.Eligió la misma blusa blanca del día anterior, bien planchada, y un pantalón negro que le ajustaba la cintura. Se peinó la coleta para que no hubiera un solo pelo fuera de su sitio. Desayunó rápido: café instantáneo y una tostada dura. El amargor del café le raspó la lengua. Mientras se lavaba la taza, el recuerdo llegó solo: labios fríos sobre su herida, una lengua rápida limpiando la sangre, el cosquilleo que le subió por el brazo, el calor inesperado entre los muslos. Se enrojeció sola, negó con la cabeza como si pudiera sacudirse la imagen. Era un método de primeros auxilios, se repitió. Punto. Respiró otra vez. Agarró la carpeta y salió.El bus lle
Lena llegó a su pieza antes de que anocheciera del todo. Cerró la puerta con cuidado para no despertar a su madre, que dormía la siesta tardía con la radio encendida al mínimo. Se metió al baño, encendió la luz amarilla y abrió el grifo. El agua tibia le corrió por la palma herida. La curita que le había puesto Ana se ablandó y se despegó sola. La línea rojiza seguía allí, fina, como un rasguño de gato. No sangraba ya, pero ardía cuando el agua la tocaba.Se quedó mirando su mano bajo el chorro. Cerró los ojos y el recuerdo le golpeó el cuerpo entero: labios fríos contra su piel, una lengua rápida quitando la sangre antes de que cayera al piso, el aire atrapado en su garganta, el cosquilleo que le subió por el brazo hasta el cuello y que la hizo gemir sin querer. Sintió calor en el pecho, más abajo también. Abrió los ojos rápido, como si alguien pudiera verla pensar. Ridícula. Solo fue primeros auxilios. Un método extraño, pero útil. Se secó con una toalla áspera.Buscó la billetera.
La pantalla del despacho iluminaba el rostro pálido de Adrian con un reflejo azul. Era de madrugada y la torre Ravenhold dormía en silencio, salvo por el zumbido bajo de los generadores. El mensaje apareció sin sonido, como si hubiera estado ahí desde siempre:Tienes cuarenta y ocho horas para estabilizar el Velo. Consigue una cura humana. Si falla, revelaremos todo.Alta Sombra.Leyó dos veces. Cerró los ojos un instante. El sabor metálico imaginario le llenó la boca. Había jurado no volver a beber sangre humana. No por miedo, sino por respeto. Por una vez, había querido creer que los vampiros podían sostenerse sin romper lo que admiraban. Empatía, ternura, esas cosas que a su especie le resultaban ajenas. Y, sin embargo, el Velo se agrietaba. Los parpadeos de luz en los pasillos, las cámaras que captaban destellos que no debían ver, la presión constante de los suyos. La Alta Sombra no hacía amenazas vacías.Miró el gráfico de cobertura: ochenta y dos por ciento a esa hora. Debería e
Último capítulo