La sala de juntas parecía una cápsula de cristal suspendida en el tiempo. Lena llegó a las siete cuarenta y cinco en punto, tal como habían acordado. Una bandeja con su nombre esperaba sobre la mesa larga: credencial de acceso, manual interno, un manual de su puesto que parecía tener el doble de páginas que el anterior, un auricular de traducción y ese mismo frasco oscuro que había visto en la oficina de Adrian.
El aire acondicionado funcionaba más fuerte de lo necesario, creando una atmósfera que recordaba a un hospital. Cuando destapó el frasco siguiendo las instrucciones escritas, un aroma herbal y amargo llenó sus fosas nasales, sofocando cualquier otro olor en la habitación.
Adrian entró sin hacer ruido. Esta mañana llevaba un traje gris carbón que hacía que sus ojos parecieran más claros, más penetrantes. Se mantuvo de pie a dos metros de distancia, las manos cruzadas a la espalda en una postura que irradiaba control absoluto.
—Hoy no trabajará en mi oficina —dijo sin preámbulos, su tono seco y profesional—. Hay procedimientos que debe dominar antes de acercarse a la Dirección General.
—Bien —respondió Lena, aunque algo en su interior se rebeló contra la distancia que él estaba imponiendo entre ellos.
La observó mientras revisaba los documentos, nunca sentándose, nunca relajando esa postura militar. Había algo diferente en él esta mañana. Más contenido, más... ausente. Como si hubiera levantado una barrera invisible entre ellos.
—Necesita firmar este anexo —continuó, deslizando un documento adicional sobre la mesa—. Protocolos de seguridad.
Lena frunció el ceño mientras leía las extrañas cláusulas:
Evitar perfumes penetrantes. Reportar heridas o sangre visible de inmediato. No acercarse a Dirección cuando esté activado el "Protocolo de Silencio".
—¿Qué es… esto? —preguntó, alzando la vista.
—Reglas de la empresa —respondió cortante—. Cada departamento tiene sus especificaciones.
Lena se propuso indagar más tarde, pero por ahora, firmó sin protestar.
A las ocho y quince, un gerente de mediana edad llamado Sutter la recibió para el tour de iniciación. Los pisos de operaciones bullían de actividad: el repiqueteo constante de teclados, el murmullo de conversaciones telefónicas, el zumbido de impresoras y la luz diurna filtrándose por ventanales amplios.
—Es la nueva de Dirección —murmuró una empleada a otra cuando pasaron junto a ellas.
—Aquí nadie dura mucho trabajando directamente con el jefe —comentó una analista llamada Maya con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Es... exigente.
Lena captó el subtexto. Había historias, rumores, especulaciones sobre por qué la gente no permanecía mucho tiempo en el círculo íntimo de Adrian Raven.
Mientras caminaban por un pasillo, notó que un reflector de seguridad se encendía y apagaba con un patrón rítmico. Cuando preguntó al respecto, Sutter se limitó a encogerse de hombros.
—Sistema automatizado. Es normal.
Lo que Lena no sabía era que, varias plantas más arriba, Adrian observaba su progreso a través de una pantalla de monitoreo. El ritmo del reflector coincidía perfectamente con el latido de su corazón, una sincronización que él había generado sin darse cuenta. Se obligó a apartar la vista después de quince segundos.
No la mires más, se ordenó a sí mismo.
A las diez, la llevaron al archivo físico. Era un cuarto lleno de equipamiento de oficina, lápices, cortadores,cajas de documentos y el olor persistente del papel viejo. Su tarea era mecánica: habilitar la habitación para los estudiantes en práctica. Desde sacar punta a los lápices, hasta despejar las cajas y eliminar documentos antiguos. Era un trabajo vergonzosamente sencillo, y diseñado específicamente para mantenerla lejos de la oficina de Adrian.
El calor del ambiente la hizo recogerse el cabello en un moño improvisado, dejando algunos mechones sueltos que rozaban la nuca. Un guardia llamado Cobb encontró excusas para pasar por el archivo más veces de las necesarias, sus ojos deteniéndose demasiado tiempo en la línea de su cuello cuando se inclinaba sobre los documentos.
Lena ajustó la credencial que colgaba de una cadena fina, el borde del plástico rozando ligeramente su clavícula. Era un gesto inconsciente, pero que no pasó desapercibido para ninguno de los hombres que la observaban.
Su auricular vibró con una llamada interna. La voz de Adrian llenó su oído, grave y comprimida por el canal de comunicación:
—Señorita Ramírez, sea precavida con los cortadores. Esos materiales llevan ahí mucho tiempo.
—¿Me está... observando? —preguntó Lena, mirando hacia las cámaras de seguridad.
—Estoy protegiendo el entorno de trabajo.
La línea se cortó antes de que pudiera responder, pero el tono de su voz la siguió como un fantasma durante el resto de la mañana.
A las doce y veinte, subió a la cafetería ejecutiva en busca de almuerzo. El lugar era todo cristal y acero, con pocos empleados a esa hora. Se dirigió hacia la barra de café y se encontró con Adrian parado allí, aparentemente concentrado en su teléfono móvil.
La diferencia de temperatura entre sus cuerpos era palpable incluso a través de la ropa. Él irradiaba una frialdad que contrastaba con el calor que ella parecía generar naturalmente.
—Gracias por la... preocupación sobre el entorno de trabajo —dijo, sirviéndose café en una taza de porcelana.
—No lo agradezca, y sea cuidadosa —respondió sin volverse hacia ella—. Le ahorrará problemas.
Cuando fue a añadir azúcar, la pequeña paleta de metal se deslizó de sus dedos. Ambos se movieron para recogerla al mismo tiempo, y sus manos se rozaron brevemente.
Adrian retiró la suya como si se hubiera quemado. Un músculo se contrajo en su mandíbula, y se alejó sin despedirse.
La tarde transcurrió en una sala de reuniones pequeña donde Sutter le asignó una montaña de correos electrónicos de Adrian para priorizar y responder según plantillas preestablecidas. Cada email tenía un temporizador, añadiendo presión artificial a tareas que podrían haberse hecho con calma.
El tic-tac constante del cronómetro digital la ponía nerviosa, acelerando su respiración cada vez que el tiempo se agotaba.
Varias plantas más arriba, Adrian escuchaba ese ritmo acelerado desde su oficina. Se odiaba por la satisfacción que le producía saber exactamente cómo reaccionaba su cuerpo al estrés, por poder distinguir su pulso entre todos los demás sonidos del edificio.
Entre los emails había uno marcado con clasificación especial: "Estrictamente personal". Las instrucciones eran claras: no abrir, entregar personalmente al jefe.
Lena dudó un momento. Cumplir esa instrucción significaba volver a su oficina, romper la distancia que él había puesto tan cuidadosamente entre ellos durante todo el día.
Pero reglas eran las reglas.
A las cuatro y media, se dirigió de vuelta al piso cincuenta y ocho. La antesala de la oficina de Adrian estaba en penumbras, las cortinas medio cerradas creando un ambiente de silencio eléctrico.
Tocó la puerta y entró. Adrian estaba de espaldas, mirando hacia la ciudad a través de la pared de vidrio.
—Correo marcado como personal —anunció—. Las instrucciones indicaban entrega en mano.
—Déjelo sobre la mesa y retírese —respondió sin volverse.
Su voz baja reverberó en la madera y el cristal, haciendo que la piel de Lena se erizara como si la hubiera tocado físicamente.
Antes de dirigirse hacia la puerta, se detuvo.
—Hasta luego —murmuró.
El silencio que siguió fue denso, cargado de todo lo que no estaban diciendo. Lena podía escuchar su propio pulso martilleando en sus oídos, y tuvo la inquietante sensación de que él también podía escucharlo.
Al volverse para marcharse, su bolso se enganchó en el borde de la mesa y casi la hizo perder el equilibrio. Adrian se movió con una velocidad que la sorprendió, sujetándola por el antebrazo antes de que pudiera caer.
Su piel estaba fría, como siempre, pero el pulso de ella golpeaba contra sus dedos con una intensidad que parecía traspasar la barrera entre sus cuerpos. Necesitó dos segundos completos para soltarla, dos segundos en los que ambos permanecieron inmóviles, conectados por ese contacto mínimo que se sentía como una descarga eléctrica.
—No se acerque cuando el Protocolo de Silencio esté activo —dijo finalmente, su voz más ronca de lo habitual.
—¿Cómo voy a saberlo?
—Lo sentirá.
Lena salió al pasillo, donde las luces habían cambiado al modo nocturno, creando sombras largas y suaves. Antes de dirigirse hacia los ascensores, se detuvo frente al vidrio de la puerta. En el reflejo, pudo ver que Adrian seguía observándola.
No era miedo lo que veía en sus ojos. Era algo mucho más complejo, mucho más peligroso.
Desde el interior de la oficina, la voz de Adrian llegó apenas audible:
—¿Por qué ella? —escuché Lena.
Lena apoyó la palma contra el vidrio por un momento, respirando profundamente antes de alejarse hacia los ascensores. El sonido de sus tacones sobre el suelo de mármol se perdió en la distancia, pero el eco de sus palabras permaneció suspendido en el aire como una confesión no intencionada.
Cuando llegó al ascensor, presionó el botón de llamada y esperó. El ding familiar nunca llegó. La pantalla digital mostraba un mensaje intermitente: "Mantenimiento. Fuera de servicio".
Tendría que usar las escaleras. En la quietud del edificio semivacío, eso significaba un descenso largo y silencioso, con solo el eco de sus propios pasos para acompañarla.
Y en algún lugar por encima de ella, Adrian Raven permanecía inmóvil en su oficina, luchando contra impulsos que había logrado controlar durante décadas, preguntándose cuánto tiempo más podría mantener esa distancia artificial antes de que su naturaleza reclamara lo que ya consideraba suyo.