Lena llegó a la torre más temprano de lo normal, con el cielo todavía gris y la humedad pegándosele a la piel. Había pasado la noche dando vueltas, mirando de reojo el reloj del celular y repitiéndose una frase como un conjuro: respira, no corras, no sangres. Cada vez que cerraba los ojos veía la ventana gris del sistema: TOMA MÍNIMA DE SANGRE PENDIENTE. Programación sugerida: mañana 07:50. La había cerrado a toda prisa, como si al negar la pantalla pudiera negar la realidad. Pero la realidad la esperaba en la puerta giratoria, en el mármol pulido y en el espejo negro de la torre.
Se quitó el guante de lana que había usado para cubrir la curita, revisó la herida. La línea en la palma seguía rosada, sensible. Volvió a cubrirla. Caminó por el vestíbulo con pasos medidos. Las luces del techo la acompañaron con un leve zumbido que se calmó cuando ella pasó bajo ellas. El guardia de siempre le devolvió la tarjeta con un gesto breve. Lena respondió con una sonrisa educada y se fue directo al ascensor. No quería hablar, no quería explicar. Quería esconderse detrás de su monitor y fingir que su sangre no curaba nada más que una herida pequeña.
Ana la alcanzó justo cuando se cerraban las puertas.
—Tempranito, ¿eh? —le dijo con esa alegría que a veces parecía forzada—. Me salvaste. Necesito un favor.
Lena tragó.
—Claro.
—Tenemos que bajar a la bodega a buscar unas cajas de contratos antiguos. Me lo pidió Damián y, sinceramente, no quiero escuchar su tono pasivo agresivo si no los tengo antes del mediodía. ¿Puedes? Yo me quedo aquí con un proveedor que me está haciendo perder la paciencia.
Lena dudó un segundo. Bodega. Oscuro. Polvo. Pero era mejor que quedarse esperando frente al computador a ver si el sistema volvía a hablarle. Asintió.
—Sí, voy.
—Te mando la lista por correo. Están etiquetadas. Lleva cuidado, hay láminas de metal por todos lados. —Ana le puso una mano en el hombro—. Cualquier cosa, llámame.
El ascensor de servicio la dejó en un piso que no conocía. El aire estaba más frío, con olor a metal y papel viejo. El pasillo era estrecho, de paredes grises sin cuadros ni adornos. Al fondo, una puerta doble con un cartel discreto: ARCHIVO. Lena pasó su tarjeta. La luz del lector titiló roja. Apretó los labios. Antes de que pudiera maldecir, la luz cambió a verde. Se abrió sola. Entró.
Dentro había estantes altos, cajas apiladas, carpetas etiquetadas con fechas antiguas. El silencio era espeso. Solo se oía el zumbido lejano de algún motor y el ping-ping suave de un sensor de temperatura. Ana tenía razón: todo brillaba con filo. Láminas metálicas mal acomodadas sobresalían como lenguas cortantes entre las cajas. Lena respiró hondo. “Respira. No corras. No sangres”, murmuró. Avanzó por el pasillo central buscando las etiquetas que le había enviado Ana: “Contratos 09-12 — Proveedores regionales”. Encontró la estantería correcta. Estiró el brazo para tomar la primera caja. Pesaba menos de lo que aparentaba. La bajó con cuidado y la apoyó en el suelo. Repetir. Segunda caja.
Fue en la tercera cuando ocurrió. Una lámina del lado opuesto, mal colocada, resbaló con un quejido. Lena se giró para evitar que le golpeara la cara. La esquivó, pero el borde le cortó el antebrazo, por la parte blanda, donde la piel es fina y caliente. Sintió el desgarro, el ardor inmediato, y luego la sangre. Mucha más sangre que en la palma. Roja, espesa, saliendo a borbotones pequeños que empañaron su visión por un segundo.
—No… —susurró, apretando la carne con la otra mano.
Las luces del archivo parpadearon con fuerza. Un pitido agudo se encendió en algún sensor de la pared. El aire pareció vibrar. Lena apretó más. La sangre se filtró entre sus dedos. El dolor subió, punzante. Un mareo corto le estrechó la cabeza. Dio un paso hacia atrás y chocó con el estante. Estaba sola. O eso creyó.
Pasos. Rápidos. Firmes. Una sombra alta cortó el pasillo en dos. Adrian apareció sin anunciarse, como si lo hubieran convocado la sangre o el pitido.
—Otra vez —murmuró, no como reproche sino como constatación.
Lena intentó decir que estaba bien, que era una cortada tonta. Le salió una frase rota.
—Estoy… bien…
La mirada de Adrian bajó a su antebrazo. La sangre corría por la piel pálida, bajaba hacia la muñeca. Sus labios se apretaron. Las luces bailaron un segundo. Él dio un paso, luego otro, hasta estar a un palmo de ella. Tomó su brazo con más firmeza que la vez anterior, pero con cuidado de no lastimarla más.
—No aprietes tanto. Déjame ver.
—No… —protestó Lena, pero la voz se le quebró en un jadeo cuando él soltó su mano y llevó la herida hacia su boca.
El primer contacto fue un choque frío. Sus labios se cerraron sobre la piel abierta. La lengua tocó la sangre, la recogió con una lentitud que la volvió insoportable. Adrian cerró los ojos. Un gruñido muy bajo le vibró en el pecho, apenas audible. Lena sintió que el dolor pinchante se mezclaba con un ardor extraño, que subía por el brazo y le explotaba en el pecho. Su columna se arqueó un poco contra el estante, buscando equilibrio o más contacto, no supo. Los dedos de su mano libre se clavaron en el hombro de él, una tela dura, un músculo tenso. La presión de su boca aumentó un segundo. Lame, chupa, succiona. Ella soltó un gemido corto, ahogado, que se perdió entre cajas. Se odiaría luego por ese sonido, pero ahora no podía controlarlo.
Adrian se separó un instante, respiró, miró la herida todavía húmeda. Sus pupilas parecían más grandes, casi negras. Volvió a bajar la cabeza, esta vez con más suavidad, como si besara la piel alrededor para calmarla. Su lengua pasó por los bordes, recogió lo que quedaba. La última succión fue lenta, profunda, y Lena sintió que el mundo se achicaba a ese punto de contacto. El pitido del sensor se apagó. Las luces dejaron de parpadear. El aire dejó de vibrar.
Él se apartó al fin, con la respiración pesada. Un hilo de sangre, mínimo, quedó en la comisura de su boca. Lo limpió con el dorso de la mano, avergonzado. Lena miró el gesto y fue como ver un secreto que no debía mirar. La herida seguía abierta, pero ya no sangraba como antes. Ardía menos. Ella temblaba entera.
Una pantalla que había estado apagada en la pared iluminó el pasillo con un brillo verdoso. Letras grandes, frías:
TOMA MÍNIMA DE SANGRE – CONFIRMAR AHORA
Adrian giró el cuerpo para cubrirla. Colocó su espalda entre ella y la pantalla. Lena, aún así, leyó la palabra TOMA y su propio nombre. El corazón se le desbocó.
—¿Qué es eso? —preguntó con voz áspera.
Adrian tocó el panel. Otra opción apareció: CANCELAR. Confirmó con un dedo, sin dudar.
—Nada sin tu permiso —dijo sin mirarla. Su voz era baja, grave, cargada de algo que no era solo culpa.
—Ayer… —Lena tragó saliva—. Ayer no me preguntaste.
—Fue… —buscó aire, se obligó a sostenerle la mirada— para que no goteara y para que el Velo no cayera en el lobby. Debí pedirte permiso. Me equivoqué. No volveré a cruzar ese límite sin tu palabra, Lena.
La escuchó decir su nombre y algo dentro de ella se apretó. Él se apartó medio paso. Ella sintió de golpe el vacío del aire sin su cuerpo. Giró la cabeza hacia el panel. Las letras cambiaron:
CANCELADO POR ADMINISTRADOR
El número seguía subiendo. Noventa y siete. Noventa y ocho. No llegó a cien. El panel titiló un punto más y se detuvo. Debajo apareció una frase pequeña: CON UNA GOTA MÁS SE ALCANZA EL CIEN.
Adrian apretó la mandíbula. Dio un paso atrás. Se metió las manos en los bolsillos, como quien se ata los dedos para no usarlos. Lena, aún temblorosa, se apretó el corte con la mano limpia. Él sacó una gasa del bolsillo interior del saco y se la tendió. Sus dedos rozaron los de ella y el calor que le subió a la cara la obligó a mirar al suelo.
—Presiona aquí. Con firmeza —indicó, evitando tocarla.
Lena obedeció. La gasa absorbió un poco de carmesí. Le dolió, pero el dolor ahora era claro, sin ese borde dulce que la confundía.
—No digas nada de esto —murmuró él, y esa frase le sonó a dos significados distintos: no digas que sangras, no digas que te toqué.
—¿Y cómo le explico a Ana la sangre en el piso? —intentó bromear, pero la voz le salió ronca.
Como si lo hubiera invocado, se oyó el tac-tac apurado de unos tacones. Ana apareció en la entrada, el ceño fruncido, el celular en una mano y un trapo en la otra.
—¿Qué pasó aquí? —preguntó, alarmada al ver la lámina en el piso, la sangre, las cajas desordenadas.
—Se cortó con el metal al bajar la caja —dijo Adrian antes de que Lena hablara—. Ya lo tengo controlado.
Ana miró la gasa, la posición de Adrian, la pantalla apagándose. Arrugó la nariz.
—Pero qué manía tienen esas láminas… —se quejó—. Voy a pedir que les pongan bordes de goma, de verdad. ¿Estás bien, Lena?
—Sí. Fue un tajo feo, pero… —Lena intentó sonreír—. Estoy bien.
—Voy por el botiquín —anunció Ana—. Y ahora mismo mando a mantenimiento a asegurar esto.
Se fue tan rápido como llegó. Adrian aprovechó esos segundos para agachar la voz.
—Voy a mover la toma mínima. No quiero que vuelva a aparecer sin que lo sepamos. Si el sistema insiste, hablaremos. Tú decides. Entiéndelo: tú decides.
El “tú decides” le golpeó más que el dolor. Asintió despacio. Él la miró medio segundo más. Luego caminó hacia la puerta, desapareciendo por el mismo pasillo silencioso por el que había entrado. No hubo perfume, no hubo ruido. Solo quedó la estela fría de su presencia.
Ana volvió con vendas, alcohol y una mirada inquisitiva que se reprimió por respeto.
—A ver, dame el brazo. Ay, Dios mío, sí que te abrió, ¿eh? —dijo, limpiando con cuidado—. ¿Y el jefe? ¿Se fue?
—Sí. Dijo que ya estaba controlado.
—Siempre dice eso. —Ana rió para romper la tensión—. Te juro que estas cosas solo pasan cuando hay cajas viejas. La próxima vez bajo yo.
Lena dejó que Ana la vendara con firmeza. La piel le ardió bajo el alcohol, pero le gustó el escozor. Era claro. Era real. No confundía su cuerpo. Ana terminó, recogió la lámina caída, secó la gota más grande de sangre del suelo con el trapo.
—Listo. Arriba te hago un té. Vas a temblar con este frío.
—Gracias, Ana.
Subieron juntas por el ascensor de servicio. Lena sentía el brazo más liviano, la cabeza más pesada. Cuando se sentó en su cubículo, el computador la recibió con el zumbido habitual. Prendió la pantalla. Abrió el correo. Ana le había escrito: “Te espero con té.” Sonrió con un gesto cansado. Fue entonces cuando la pantalla, sin que tocara nada, volvió a llenarse de gris.
TOMA MÍNIMA APLAZADA
Lena tragó saliva. Tocó con la punta del dedo la venda. Debajo, la herida latió, como si respondiera a las palabras del sistema. Cerró la ventana con más fuerza de la necesaria. Se apoyó en el respaldo de la silla. Cerró los ojos un segundo, y el sabor mentolado que había quedado en su piel volvió a subirle por la garganta. Abrió los ojos de golpe.
El sistema podía esperar. Su cuerpo, no. Y entre los dos, había un hombre que luchaba con la misma sed que la torre. Lena apretó la venda. Mañana a las ocho y quince. Mañana otra vez la pregunta. Mañana, quizá, su “sí” o su “no” cambiarían más que la barra de cobertura. Mientras tanto, respiró. No corrió. No sangró más. Pero la torre, allá arriba, ya había decidido que su sangre era la diferencia entre la luz y la oscuridad. Y el día aún no había terminado.