Los ojos del cuervo

Lena llegó a su pieza antes de que anocheciera del todo. Cerró la puerta con cuidado para no despertar a su madre, que dormía la siesta tardía con la radio encendida al mínimo. Se metió al baño, encendió la luz amarilla y abrió el grifo. El agua tibia le corrió por la palma herida. La curita que le había puesto Ana se ablandó y se despegó sola. La línea rojiza seguía allí, fina, como un rasguño de gato. No sangraba ya, pero ardía cuando el agua la tocaba.

Se quedó mirando su mano bajo el chorro. Cerró los ojos y el recuerdo le golpeó el cuerpo entero: labios fríos contra su piel, una lengua rápida quitando la sangre antes de que cayera al piso, el aire atrapado en su garganta, el cosquilleo que le subió por el brazo hasta el cuello y que la hizo gemir sin querer. Sintió calor en el pecho, más abajo también. Abrió los ojos rápido, como si alguien pudiera verla pensar. Ridícula. Solo fue primeros auxilios. Un método extraño, pero útil. Se secó con una toalla áspera.

Buscó la billetera. Contó los billetes doblados y las monedas sueltas. Tenía que pagar la luz, parte del arriendo y la medicina de su madre. No podía darse el lujo de fallar en esa entrevista. Necesitaba ese trabajo. Se miró al espejo: tenía ojeras suaves, la boca apretada, la coleta ya floja. Mañana, se dijo. Mañana sonríes, firmas, trabajas. Y no sangras.

Apagó la luz. La casa olía a sopa recalentada y detergente. Preparó dos sándwiches con pan viejo y queso barato, dejó uno en la mesa para su madre con una nota. Comió el otro parada, casi sin saborearlo. Antes de acostarse volvió a mirar la curita nueva. El roce de aquella boca se quedó pegado a su piel como una sombra húmeda. Se arropó y cerró los ojos. Tardó en dormirse. Cuando lo hizo, soñó con un cuervo negro que lamía una gota de sangre de su cuello.

La torre Ravenhold seguía despierta. Adrian cruzó el vestíbulo en silencio. Las cámaras lo siguieron sin atreverse a grabar más de lo necesario. Llamó a Ana y al guardia del turno de madrugada a una sala pequeña sin ventanas.

—Lo de esta mañana fue un accidente —dijo, apoyando las manos en la mesa—. Una baranda mal ajustada, una mano cortada. Nada más.

El guardia asintió, nervioso. Ana apretó los labios.

—Claro, señor Raven.

—No quiero comentarios, ni chistes, ni rumores. Ni siquiera entre ustedes —añadió él, clavando la mirada en el guardia—. ¿Quedó claro?

—Sí.

—Perfecto. Reemplacen la baranda hoy mismo.

Se quedaron solos. Adrian apoyó la palma contra la pared fría. El sabor de la sangre humana seguía en su lengua a pesar de haber pasado horas. Dulce, metálica y tibia. Se le erizó la piel desde los dientes hasta la base del cuello. Sus colmillos, ocultos bajo el Velo, hormiguearon con un deseo viejo. Cerró los ojos. Recordó la cara de la muchacha, el temblor de sus dedos, el gemido apenas audible cuando él tocó su piel. No. No pienses en eso así. Abrió los ojos de golpe.

Miró el panel de control del Velo en su reloj. Cobertura: ochenta y cuatro por ciento. Subía y bajaba como un pecho en pánico. Quedaban menos de cuarenta y ocho horas según la amenaza. Menos ahora. Aspiró hondo, una, dos veces. El olor a menta le ayudó a ordenar la mente. “No voy a usarla”, se dijo. “A menos que no quede alternativa.” Y odió la segunda parte de la frase.

La mañana siguiente fue gris y húmeda. Lena llegó a la torre con diez minutos de anticipación. Ana la esperaba con una taza de café humeante.

—Buenos días, Lena —dijo con una sonrisa—. ¿Lista?

—Lista —mintió Lena. Las manos le sudaban.

—Hoy firmas todo y te acomodamos. Luego, si el jefe lo decide, empiezas la prueba.

Lena siguió a Ana hasta una sala rodeada de ventanales. Sobre la mesa había un fajo de documentos. Ana le pasó el primero.

—Contrato laboral. Léelo con calma.

Lena leyó las primeras páginas. Horas, sueldo, beneficios. Estaba bien. Luego vino un documento más grueso: política de confidencialidad. Lo esperaba. Después, otro con título raro: “Protocolo de emergencia técnica y uso de datos fisiológicos”. Frunció el ceño.

—¿Uso de qué?

—De datos fisiológicos. Es para casos extremos —explicó Ana—. Si hay un accidente, podemos tomar temperatura, pulso, cosas así. Es la política para todo el personal.

Lena pasó una página. “Muestras biológicas”. Trago seco.

—¿Muestras?

—Sangre para análisis, saliva, esas cosas, en caso de un incidente. Es legal. Nunca lo usamos. —Ana dijo “nunca” con una voz que quería sonar ligera.

Lena pensó en la renta, en la necesidad del dinero y en la boca fría sobre su piel. El bolígrafo pesó un segundo en sus dedos, pero firmó.

Otra hoja, otra firma. Un vaso de vidrio apareció frente a ella. Se dio cuenta tarde de que Adrian había entrado. Primero lo sintió: ese perfume fresco y algo metálico. Levantó la vista cuando ya estaba a su lado, inclinándose para dejar el vaso y extendiéndole una pluma distinta.

—Esta tinta no mancha el papel —dijo en voz baja—. Firma aquí también. Y aquí.

Sus dedos rozaron los de ella al corregirle la posición. Un toque rápido, un pulso de electricidad que le subió por la muñeca. Lena tragó. Él señaló otra línea, tan cerca que el aliento frío rozó su mejilla. El mundo se encogió otra vez. Se apartó apenas. Él notó el movimiento y retrocedió dos pasos, como si un hilo lo soltara.

—Si hay alguna cláusula que no te guste, me lo dices —agregó, mirando el papel, no su rostro—. No quiero sorpresas.

Lena parpadeó. ¿No quería sorpresas él? ¿Y ella? Podía reír, pero prefirió firmar. Adrian estampó su firma rápida al final y se fue sin ruido, como si se deshiciera entre sombras.

—Es más amable de lo que parece —murmuró Ana, guardando los papeles en una carpeta gris.

—Su forma de limpiar heridas es… creativa —escapó de la boca de Lena antes de poder detenerla.

Ana la miró un segundo, luego soltó una risita nerviosa.

—Sí, es… peculiar.

—No le digas nada a nadie —añadió Lena, de repente consciente de su propia voz.

—Ni una palabra. Vamos, te muestro tu puesto.

Caminaron por un pasillo largo con alfombra gris, paredes de roble y cuadros minimalistas. Dos empleados de finanzas miraron a Lena de reojo y cuchichearon. Ella hizo como que no los veía. El aire acondicionado la hizo tiritar. Ana abrió la puerta de un espacio amplio lleno de cubículos ordenados.

—Este es el tuyo. Computador nuevo, doble pantalla, teclado silencioso. Si necesitas algo, me llamas.

—Gracias.

Ana prendió la pantalla. Lena ingresó con la clave temporal. El sistema de inventario se abrió. Junto a la barra de tareas brilló un icono pequeño, verde, que nunca había visto antes en un computador: Proyecto Velo. La curiosidad ganó e hizo clic. Un cuadro emergente saltó:

Acceso restringido. Verifique huella.

Lena retiró la mano como si el plástico quemara.

—¿Pasa algo? —preguntó Ana desde la puerta.

—Nada, ya cargo la planilla. —Cerró la ventana rápido. El icono desapareció como si nunca hubiera estado. Abrió la hoja de cálculo de proveedores y respiró hondo.

Otra ventana parpadeó en la esquina inferior, apenas un segundo. Había palabras en verde: CURA registrada: L. Ramírez. Muestra mínima pendiente. No programada. Lena pestañeó y la ventana ya no estaba. Un escalofrío le recorrió la espalda. Tal vez era un anuncio del antivirus. Tal vez había leído mal. Mejor concentrarse.

Se inclinó sobre el teclado. El tecleo repetido la calmó un poco. Columnas, filas, números. Todo tenía sentido en esa cuadrícula. Todo menos el recuerdo del tacto helado en su muñeca.

—Hola —dijo una voz suave a su lado.

Lena se giró. Un chico delgado, de barba rala y ojos cansados, levantó una mano en señal de paz.

—Soy Franco, de sistemas. Si la computadora hace cosas raras, soy tu tipo.

—Gracias. Creo que ya hizo algo raro, pero puede que yo me haya asustado de más.

—¿Parpadeos? ¿Ventanas que se abren solas? —Franco sonrió, algo nervioso—. Las cámaras también están locas. Ayer grabaron un par de cosas que… bueno, nada, seguro fue la electricidad. Si ves algo, avísame. No le digas a Damián, él es dramático.

—De acuerdo.

Franco se fue dejando una estela de olor a café. Lena volvió a la pantalla. Cerró todo, abrió otra vez. Nada raro. Suspiró. Un correo entró: de Ana. “Confirmado: mañana a las ocho, prueba práctica con el jefe.”

El estómago se le apretó. Miró el reloj. Aún quedaba media mañana. Abrió el archivo de costos de cemento. Siguió escribiendo.

En el despacho alto, la pantalla gris volvió a encenderse sola.

Quedan veinticuatro horas. Informe de avance.
Alta Sombra.

Adrian apretó los labios. Tecleó con velocidad controlada:

Estabilización parcial. Revisión en curso. Sin cura disponible aún.

Mentía. Había una cura. Tenía nombre, apellido y sangre caliente. Cerró el mensaje. Por la ventana, la ciudad parecía un dibujo en acuarela. Las personas allá abajo vivían sus vidas sin idea de que un golpe de luz podía mostrarles colmillos donde antes veían sonrisa.

Apoyó la frente un segundo en el vidrio. El frío le despejó la cabeza. Se vio reflejado en el cristal: ojos más claros de lo habitual, pupilas un poco más finas, sombra bajo los pómulos. Odió ese rostro por un instante. Luego volvió a sentarse. Trabajar. Repetir. Resistir.

El resto del día transcurrió en pequeñas tareas. Ana le trajo un almuerzo rápido, un sándwich con lechuga y tomate.

—Come, que aquí se te olvida.

Lena mordió, agradecida. Entre bocados, revisó correos, respondió dudas, aprendió atajos del sistema. Cada tanto, el monitor titilaba, pero ella ya no sabía si era su imaginación. A media tarde, un correo de alguien llamado Damián llegó con un formulario de gastos. El tono era seco, las palabras, cortantes. “Complete esto antes de las cinco.” Lena lo completó antes de las cuatro y media.

A las seis, la oficina comenzó a vaciarse. Los cubículos quedaron oscuros uno a uno. Lena guardó su bolso. Cuando apagó su pantalla, el reflejo negro le devolvió una sola palabra en verde, como un susurro digital. CURA. Parpadeó y desapareció. Se llevó la mano al pecho. No estaba loca. Algo la estaba observando.

Cruzó el pasillo. Una cámara en el techo hizo un leve chasquido metálico. No supo si la seguía o si siempre hacía ese ruido. El ascensor llegó con un susurro neumático. Bajó al lobby, saludó al guardia con la cabeza. El vestíbulo estaba más silencioso que por la mañana. La baranda nueva brillaba. Lena la esquivó como si fuera un animal.

Afuera, el aire olía a tierra mojada. Se metió las manos en los bolsillos. Tocó el pañuelo duro con sangre seca. Un escalofrío le cruzó el vientre. Mañana a las ocho, otra vez frente a él. Otra vez esa mirada, esa voz. No sabía cómo iba a soportarlo, pero una parte suya esperaba ese momento con un nerviosismo que ardía.

Mientras caminaba hacia la parada del autobús, sintió que la seguían. No eran pasos, era una sensación que se colaba en sus huesos. Como si la torre la mirara desde cada ventana. Giró la cabeza. El vidrio negro devolvió su silueta y una sombra más alta tras ella que no estaba ahí en realidad.

Se rió sola, un sonido pequeño que se perdió en el viento. Firmó para tener un trabajo. Sin saber que había firmado, también, para ser la cura de algo que no entendía. Y el reloj de alguien más, al otro lado de la ciudad, marcaba menos de un día.

Mañana, pensó. Mañana respiro y no corro. Mañana miro sus ojos y no me derrito. Mañana.

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