Mi jefe es un vampiro... (y yo, su cura)
Mi jefe es un vampiro... (y yo, su cura)
Por: S. Jung
El eco de la sangre

El vestíbulo de la torre RavenCorp se alzaba como una catedral de mármol y acero. Lena Ramírez cruzó el espacio con pasos firmes, sus tacones resonando contra el suelo pulido. Los relojes digitales en la pared marcaban zonas horarias distintas: Nueva York, Londres, Tokio. Números que no se detenían, como los latidos bajo su blusa blanca.

Se había levantado antes del amanecer, eligiendo cuidadosamente cada pieza de su atuendo. La blusa de seda blanca se ajustaba perfectamente a su torso, la falda lápiz negra acentuaba sus curvas sin ser provocativa. Había practicado su presentación frente al espejo hasta memorizarla, pero ahora, rodeada por tanto lujo frío, se sintió pequeña.

—Señorita Ramírez. Última entrevista del día con el señor Raven.

La recepcionista pronunció el nombre con un tono particular. Como si fuera más que un apellido.

—No suele entrevistar en persona —agregó, casi como advertencia—. De hecho, es la primera vez en dos años que lo hace.

Un guardia la observó dos segundos de más, frunciendo el ceño como si algo lo desconcertara. Lena notó cómo olfateaba discretamente el aire cerca de ella, confundido. Se alisó la falda lápiz y caminó hacia los ascensores, preguntándose qué había de extraño en su presencia.

Las puertas del ascensor panorámico se cerraron justo cuando un ejecutivo intentaba alcanzarlo, dejándola sola en la cabina de vidrio. La ciudad se desplegaba bajo sus pies mientras subía, los edificios empequeñeciéndose hasta parecer maquetas. Uno, dos, tres, contó sus latidos para controlar los nervios.

El ascensor se detuvo con un leve temblor.

El piso 58 la recibió con un silencio que absorbía hasta el sonido de su respiración. Las paredes estaban adornadas con pinturas abstractas que parecían moverse en su visión periférica. Una asistente elegante, de unos cincuenta años, le ofreció agua en un vaso de cristal.

—Gracias, pero estoy bien —rechazó Lena cortésmente, manteniendo las manos firmes.

Entonces lo percibió: un aroma sutil flotando en el aire. Madera húmeda mezclada con menta, y algo dulce que no supo identificar. Almizclado. Masculino. Su piel se erizó sin razón aparente, como si cada terminación nerviosa hubiera despertado de golpe.

Como si alguien me oliera antes de verme, pensó, y el pensamiento la inquietó más de lo que debería.

—El señor Raven la verá ahora —anunció la asistente.

La puerta se abrió sin ruido.

La oficina la envolvió en penumbra elegante. Era tres veces más grande que su apartamento entero. Cortinas de terciopelo medio cerradas filtraban la luz del atardecer en líneas doradas que dibujaban sombras sobre estanterías llenas de libros antiguos. Una pared de vidrio mostraba la ciudad como un telón de fondo infinito. El escritorio, una pieza imponente de madera oscura, dominaba el centro del espacio.

Y detrás de él, se alzaba Adrian Raven.

Lena sintió que el aire se espesaba en sus pulmones.

Era más alto de lo que había imaginado, fácilmente metro ochenta y cinco. El traje negro parecía cosido directamente sobre su cuerpo, cada línea perfectamente ajustada a hombros anchos que se estrechaban hacia una cintura estrecha. La corbata de seda estaba anudada con una precisión que hablaba de control absoluto. Su piel tenía esa palidez que algunas mujeres pagaban fortunas por conseguir, contrastando dramáticamente con el cabello negro como tinta.

Pero fueron sus ojos los que la detuvieron en seco.

Oscuros como café amargo, con una intensidad que parecía atravesarla. No solo la miraba; la estudiaba como si pudiera leer cada secreto de su alma.

—Señorita Ramírez.

Su voz la golpeó como terciopelo líquido. Grave, rica, con un dejo de acento que no supo ubicar. Le vibró en el estómago, bajó por su columna vertebral y se instaló en lugares que no debería mencionar ni en pensamiento.

Extendió la mano a través del escritorio. Cuando sus pieles se tocaron, una descarga recorrió todo su brazo. No era electricidad estática. Era algo vivo, algo que hizo que cada célula de su cuerpo prestara atención.

—Gracias por recibirme—logró decir, aunque su voz salió más sutil de lo pretendido.

La piel de él estaba fría, pero no desagradablemente. Fría como mármol bajo la luna. Sus dedos eran largos, elegantes, con una fuerza contenida que prometía cosas que no se atrevía a imaginar.

Adrian retiró la mano con lentitud deliberada, como si también hubiera sentido esa corriente. La mandíbula se le tensó casi imperceptiblemente.

—Siéntese —indicó, señalando una silla frente a su escritorio.

Pero en lugar de regresar a su lugar, rodeó el escritorio y tomó la silla a su lado. Demasiado cerca. Lo suficientemente cerca como para que ella percibiera su colonia: cara y masculina, con notas de cedro y especias.

—Resúmame su experiencia. Tiene treinta segundos.

Era una prueba. Lena lo sabía. Se enderezó, consciente de que cuando lo hizo, la blusa se tensó ligeramente sobre su pecho. No pasó desapercibido para él; vio cómo su mirada se deslizó brevemente hacia abajo antes de regresar a sus ojos.

Abrió su carpeta con manos que esperaba fueran firmes. Un papel rozó su dedo índice, dejando un pequeño corte casi invisible. Una gota de sangre, diminuta como una cabeza de alfiler, se formó en la yema.

Adrian se quedó completamente inmóvil.

Su respiración cambió. Se volvió más lenta, más profunda. Sus manos, que hasta entonces habían estado relajadas sobre los brazos de la silla, se cerraron en puños. Lena vio cómo apretaba el borde de la mesa de centro hasta que la madera crujió bajo la presión.

—¿Se encuentra bien? —preguntó ella, llevándose instintivamente el dedo a los labios para limpiar la sangre.

Los ojos de Adrian siguieron ese movimiento con una intensidad que la hizo estremecerse. Por un momento, algo salvaje brilló en esas profundidades oscuras. Algo que no era completamente humano.

—Continúe —dijo con voz tensa.

—Cinco años en consultoría estratégica —comenzó, su voz recuperando la firmeza profesional—. Especializada en fusiones corporativas y reestructuración de personal. Mi último proyecto involucró la integración de dos compañías tecnológicas con culturas completamente opuestas. Logré reducir la rotación de personal en un sesenta por ciento durante el primer trimestre post-fusión.

Se inclinó ligeramente para señalar una gráfica en su portafolio. Su perfume se alzó entre ellos: una mezcla sutil de piel limpia, vainilla y algo únicamente suyo. Vio cómo Adrian inhalaba lentamente, como si estuviera saboreando el aroma.

Él se acercó más, hasta que ella pudo sentir el calor que emanaba de su cuerpo a pesar de la frialdad de su piel. Su aliento rozó el cuello de ella cuando habló.

El corazón de Lena se disparó. En lugar de alejarse, alzó la vista para mirarlo directamente.

Sus rostros estaban a centímetros de distancia. Ella podía ver las motas doradas en sus iris, la forma perfecta de sus labios. Había algo hipnótico en su presencia, algo que hacía que quisiera acercarse aún más, a pesar de cada instinto de supervivencia gritándole que corriera.

Sus dedos se rozaron cuando ella alcanzó un bolígrafo que había rodado. La chispa esta vez fue más intensa, más profunda. Un temblor recorrió el antebrazo de Adrian, y Lena vio cómo su respiración se volvía irregular.

Sus propios pezones se endurecieron bajo la blusa de seda, una reacción que esperaba no fuera visible. Pero por la forma en que los ojos de él se oscurecieron aún más, supo que sí lo era.

Adrian apartó la mano como si hubiera tocado fuego.

Se levantó bruscamente y caminó hacia la pared de vidrio, poniendo distancia entre ellos. Lena lo siguió, hipnotizada por la elegancia felina de sus movimientos.

—¿Sabe cuántas decisiones se toman ahí abajo cada minuto? —preguntó, señalando la ciudad que se extendía a sus pies.

Se colocó directamente detrás de ella, tan cerca que su pecho casi tocaba su espalda. Su presencia la envolvía como una segunda piel. Cuando alzó el brazo para señalar un edificio distante, ella se encontró prácticamente rodeada por él.

—Millones —susurró ella, su voz apenas audible.

—La gente cree que el poder es ruidoso —murmuró Adrian, su aliento acariciando su oreja—. Gritos, amenazas, demostraciones. Pero se equivocan.

—¿Entonces qué es?

—Silencio. Control. La capacidad de hacer que otros vengan a ti sin que tengas que pedirlo.

Como si quisiera demostrarlo, Lena se encontró inclinándose ligeramente hacia atrás, hacia el calor de su cuerpo.

Cuando ella giró para mirarlo, se encontró atrapada entre su cuerpo y el vidrio frío. Adrian había bajado la cabeza, sus rostros estaban tan cerca que podía contar sus pestañas. Cerró los ojos por un segundo, como si estuviera luchando contra algo interno.

Cuando los abrió, parecían completamente negros.

Lena se abrazó los brazos, súbitamente consciente de que algo había cambiado. La temperatura parecía haber bajado varios grados, y había una tensión en el aire que la hacía sentir como una presa.

—Deberíamos... continuar con la entrevista —logró decir.

Adrian asintió rígidamente y regresaron al área del escritorio.

Las preguntas que siguieron fueron rápidas y precisas. Confidencialidad, horarios, tolerancia a la presión, disponibilidad para viajar. Lena respondió con una honestidad que parecía sorprenderlo, como si no estuviera acostumbrado a que la gente fuera directa con él.

—Excelente —murmuró, revisando sus notas—. Una última prueba.

Le deslizó un documento de varias páginas.

—Lea esto en voz alta. Es nuestro acuerdo de confidencialidad estándar. Necesito escuchar cómo maneja información sensible.

Mientras leía, notó que Adrian se reclinaba en su silla, los ojos cerrados, como si estuviera escuchando música en lugar de jerga legal. Su pecho subía y bajaba acompasando el ritmo de su voz.

Cuando humedeció el dedo para pasar una página, él siguió ese gesto con la mirada como si la lengua de ella hubiera rozado su propia piel. Sus labios se entreabrieron ligeramente, y por un momento, Lena creyó ver algo diferente en su sonrisa cuando ella alzó la vista.

Algo más afilado de lo normal.

Cuando terminó de leer, él cerró la carpeta con un movimiento decisivo.

—Está contratada.

Le deslizó un contrato preliminar junto con una tarjeta negra mate que no tenía ninguna identificación visible.

—Llegará antes que nadie. Se irá después que todos —dijo, su voz recuperando ese tono autoritario que la hacía estremecerse—. Trabajará directamente conmigo. Sin intermediarios.

Se inclinó hacia adelante, eliminando la distancia entre ellos.

—Y aprenderá a no acercarse tanto a mí... cuando el silencio sea demasiado.

—¿Y si lo hago? —preguntó, sorprendiéndose de su propia audacia.

La sonrisa de Adrian fue lenta, peligrosa.

—Entonces no me haré responsable de lo que pase.

La tensión entre ellos se había vuelto tan tangible que podría cortarla con un cuchillo. Lena sentía el calor acumulándose bajo su piel, una necesidad que no sabía nombrar. Sus mejillas se encendieron mientras él la estudiaba con esa mirada penetrante que parecía desnudarla capa por capa.

Los ojos de Adrian se oscurecieron hasta volverse completamente negros. Se levantó lentamente y rodeó la mesa hasta quedar frente a ella. Tan cerca que ella tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo.

Por un momento, el control férreo de Adrian pareció tambalear. Su mirada se clavó en los labios de ella, luego bajó al lugar donde su pulso latía visible en la garganta. Lena vio cómo se humedecía los labios, cómo su respiración se volvía irregular, como si estuviera luchando contra algo primitivo y salvaje.

Sus manos se cerraron en puños a los costados, como si se estuviera conteniendo físicamente de tocarla.

—Debería irse —dijo, pero su voz sonaba ronca, forzada—. Ahora.

—¿Ya?

—Ahora —repitió, y la palabra salió como un gruñido contenido.

Se dirigió hacia la puerta con movimientos rígidos, como si cada paso le costara un esfuerzo sobrehumano. Cuando la abrió, la luz del pasillo enmarcó su silueta imponente.

—Sal, ahora —ordenó.

Lena recogió su carpeta y la tarjeta negra con manos que temblaban ligeramente. Al pasar junto a él para salir, sus cuerpos se rozaron durante una fracción de segundo. Fue suficiente para que ella sintiera la tensión de sus músculos, para que percibiera el calor que irradiaba a través de la tela cara de su traje.

Se detuvo en el umbral y lo miró por encima del hombro.

—¿Cuándo empiezo?

—Mañana. Seis y media en punto.

Sus ojos se encontraron una vez más. En los de él había algo salvaje, apenas contenido por una voluntad de hierro. En los de ella, una determinación que la sorprendió a ella misma.

—Hasta mañana, señor Raven.

Cuando se alejó por el pasillo, Lena se tocó el cuello inconscientemente, sintiendo tres latidos claros y acelerados contra su garganta. En la quietud de la oficina que dejaba atrás, supo que él también los había escuchado.

Supo también que eso había sido exactamente lo que él quería.

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