La pantalla del despacho iluminaba el rostro pálido de Adrian con un reflejo azul. Era de madrugada y la torre Ravenhold dormía en silencio, salvo por el zumbido bajo de los generadores. El mensaje apareció sin sonido, como si hubiera estado ahí desde siempre:
Tienes cuarenta y ocho horas para estabilizar el Velo. Consigue una cura humana. Si falla, revelaremos todo.
Alta Sombra.
Leyó dos veces. Cerró los ojos un instante. El sabor metálico imaginario le llenó la boca. Había jurado no volver a beber sangre humana. No por miedo, sino por respeto. Por una vez, había querido creer que los vampiros podían sostenerse sin romper lo que admiraban. Empatía, ternura, esas cosas que a su especie le resultaban ajenas. Y, sin embargo, el Velo se agrietaba. Los parpadeos de luz en los pasillos, las cámaras que captaban destellos que no debían ver, la presión constante de los suyos. La Alta Sombra no hacía amenazas vacías.
Miró el gráfico de cobertura: ochenta y dos por ciento a esa hora. Debería estar en noventa y cinco. Una grieta en la base, otra en la planta eléctrica del edificio anexo, un par de sensores muertos en Monteblanco… Era un cuerpo enfermo, el suyo, el de la torre, el del mundo que se mantenía ciego gracias a aquella ilusión. “Consigue una cura humana.” La frase dolía.
Se pasó la lengua por los colmillos escondidos. No, no lo haré. A menos que no tenga opción, se corrigió. Deslizó el mensaje a una carpeta cifrada y se obligó a quedarse quieto hasta que el amanecer volviera gris las ventanas. Cuando la luz cambió, él también cambió: traje oscuro, corbata cerrada, expresión neutra. Un fantasma bien peinado. Tenía que actuar, pero aún no sabía cómo.
Al mismo tiempo, Lena bajó del autobús con la carpeta contra el pecho. El viento del valle traía olor a lluvia y metal caliente. Había dormido poco, había comido peor, pero estaba ahí. Necesitaba un trabajo de verdad. Su madre había recortado el anuncio como un milagro doméstico: buen sueldo, beneficios, oportunidad de crecimiento. La torre Ravenhold se levantaba como un espejo negro que tragaba el cielo. En la cima, un cuervo de metal abría las alas sobre un sol eclipsado. A Lena le pareció bonito y siniestro al mismo tiempo.
Se alisó la blusa blanca, se subió un poco el pantalón de tiro alto, ajustó la coleta. No llevaba perfume, solo jabón barato y algo de nervios. Entró por las puertas giratorias y el lobby la envolvió con su mármol gris, sus columnas de acero y un olor a menta muy suave que no supo identificar. Las luces del techo parpadearon dos veces. Nadie pareció notarlo. Un guardia serio pegó una tarjeta a su chaqueta: VISITANTE — LENA RAMÍREZ. Le indicó con la mano los tornos.
Lena pasó el primer torno sin problemas. El segundo tenía la baranda floja. No lo vio a tiempo. El metal le rozó la palma y dejó una línea abierta, delgada pero profunda. La sangre brotó sin pedir permiso. Un ardor rápido la hizo chistar.
—Ay…
La gota cayó al mármol pulido. En el mismo instante, las luces del lobby titilaron con violencia. Un monitor de seguridad parpadeó en rojo. El guardia levantó la vista.
—Otra vez —murmuró, más para sí que para nadie.
Lena apretó la mano contra su blusa, pero la sangre resbaló entre los dedos. Buscó en el bolso un pañuelo. El suelo, el aire, todo giró un segundo por el susto y el dolor punzante. Fue entonces cuando una sombra se recortó sobre ella. Un hombre alto, traje oscuro, ojos de un azul imposible. La miró, y su mirada la dejó sin aire por un latido. No vio el movimiento exacto, solo sintió su mano firme sostener la suya.
—No la apriete, va a doler más —dijo con voz baja.
Antes de que ella entendiera, él inclinó la cabeza. Sus labios fríos tocaron la herida. La lengua, rápida y controlada, lamió la sangre que amenazaba con gotear. Fue un contacto breve, pero húmedo, eléctrico. Lena sintió un cosquilleo que le subió por el brazo hasta el cuello. El mundo se redujo a ese punto: su piel, esa boca, el pulso que le golpeaba en los oídos. ¿Se había mareado tanto como para ni siquiera discernir entre la realidad y su imaginación? Su vista se nueblo, y no pudo evitar un gemido muy suave, apenas aire. Él lo escuchó. Se separó de inmediato, los ojos cerrados un segundo como si contuviera algo más grande que el gesto.
Las luces del lobby se quedaron fijas, perfectas. El monitor dejó de parpadear. El lector del tercer torno, que llevaba muerto una semana según el guardia, se encendió con un pitido agudo.
—Todo está bien —dijo el hombre al guardia, sin mirarlo—. Cambien esa baranda.
Ana, la coordinadora pelirroja, apareció corriendo con un paquete de gasas.
—¿Qué pasó?
—Nada, me corté.
—Vamos a limpiar eso —intervino el hombre—. Despacio.
Sus dedos, ahora helados y secos, envolvieron la muñeca de Lena con firmeza. Ana colocó la gasa, pero él fue quien apretó el borde más cercano a la herida. Lena tembló. Él la soltó como si se hubiera quemado.
—No corra por las escaleras —dijo, mirando la sangre que quedaba—. El mármol es traicionero.
Lena trató de sostenerle la mirada. Sus ojos tenían un brillo raro, como si la luz del lobby se quedara atrapada dentro. Hubo un destello que la hizo pensar en algo afilado. Imaginación, se dijo. Imaginación y nervios. Ana la tomó del codo.
—Ven conmigo, cielo. Vamos a curarte bien. Señor Raven, yo me encargo.
Lena parpadeó.
—¿Señor Raven?
Ana sonrió, apretando aún más la gasa.
—Sí. Adrian Raven. El dueño.
El corazón de Lena se hundió y subió en la misma oleada. Había empezado el día sintiendo los labios, en cierto modo, de su jefe. O más bien, él había besado su sangre. Se mareó. Ana la guiaba hacia una pequeña sala de primeros auxilios. Antes de entrar, Lena miró por encima del hombro: Adrian se había ido. O eso creyó. Pero en realidad estaba a unos metros, de espaldas, con la mandíbula apretada. No vio cómo él apoyaba la mano en la columna de mármol para no moverse.
Dentro de su cabeza, una alarma se encendió al ver el mensaje que vibraba en su celular:
CURA DETECTADA: LENA RAMÍREZ
Nivel: Alto
¿Notificar a la Alta Sombra? Sí / No
Adrian cerró los ojos. El olor de la sangre todavía estaba en su lengua. Una ola de sed, vieja y cruel, le atravesó el pecho. Apretó los dientes hasta oírlos crujir por dentro. No. No voy a entregarla. No aún.
Presionó NO.
La ventana desapareció.
Lena respiró hondo cuando Ana terminó de ponerle una curita firme.
—Solo fue un tajo feo, no profundo. ¿Te duele?
—Arde —respondió—. Pero estoy bien. Gracias.
—Suerte que estaba él cerca —comentó Ana, bajando la voz—. Aunque… bueno, el señor Raven es… peculiar.
Lena no sabía si reírse o taparse la cara. ¿Cómo iba a explicar que su jefe le había lamido la mano? Ni siquiera estaba segura de que hubiera pasado. Tal vez había sido un primer auxilio desesperado. Sí, eso. Mejor pensar eso. Sentía la piel caliente donde su boca había pasado.
Volvieron al lobby. El guardia ya se había ocupado de la baranda. Ana le entregó un vaso de agua y una sonrisa.
—Listo. Entrevista con Recursos Humanos primero. Luego, si apruebas, la segunda con el señor Raven.
Lena tragó. ¿Otra vez con él? Empuñó la carpeta como si fuera un escudo. Subieron al décimo piso en un ascensor espejado que devolvía reflejos nerviosos. En Recursos Humanos todo fue más amable. Ana tomó notas, hizo preguntas, elogió su carta de motivación. Lena habló de su trabajo en la biblioteca, de su capacidad de ordenar bases de datos, de su ganas de aprender. Era automática y humana, como la habían enseñado. Durante media hora se olvidó de la sangre y de la lengua fría. Casi.
Al final, Ana cerró la carpeta con un chasquido suave.
—Paso uno, superado. El paso dos es con el jefe. Le gusta conocer a quienes tendrán acceso a información sensible. ¿Te sientes bien para hacerlo ahora?
Lena dudó. El dedo le latía, el estómago le ardía. Pero si decía que no, podía perder la oportunidad.
—Sí. Estoy bien.
Ana sonrió con complicidad y la llevó por un pasillo largo. Las puertas dobles del despacho eran de madera negra, con el cuervo tallado arriba. Al empujar uno de sus lados, Lena sintió que entraba en otro mundo.
El despacho era enorme. Libreros de cuero, techo de cristal polarizado, un ventanal que mostraba Brumahierro entera. Adrian estaba de pie, de espaldas a la ciudad. La luz gris recortaba su silueta. Se volvió cuando entraron. Nadie anunciaba nada, él simplemente sabía. Ana hizo una seña y se retiró, cerrando la puerta con cuidado. El click retumbó en los huesos de Lena.
—Siéntate, por favor —dijo él, sin tono de orden pero con la autoridad de siempre.
Lena se sentó en una silla frente al escritorio. Notó que él había cambiado de corbata, o quizás la había ajustado. El ambiente olía a menta y a papel nuevo.
—Estudiaste bibliotecología —empezó—. ¿Por qué quieres trabajar en logística de construcción?
—Las habilidades son parecidas. Ordenar, clasificar, seguir un rastro de datos. Me gustan los sistemas limpios.
—¿Sabes guardar un secreto?
—Sí.
—¿Sabes cuándo callar aunque algo te parezca extraño?
Lena apretó las manos sobre la carpeta. Recordó su boca en su piel. Recordó el destello en los ojos.
—Sí. Cuando es necesario para hacer bien el trabajo.
Un músculo saltó en la mejilla de Adrian. La miró sin pestañear. Lena tuvo que recordar cómo respirar.
—La lealtad es vital aquí —continuó—. Y la discreción. Hay cosas que no entenderás al principio. Eso no te da permiso para hablar de ellas.
—Entiendo.
La palabra salió más suave de lo que quería. Él dejó el bolígrafo y la observó con una mezcla de interés y fastidio consigo mismo. Había demasiada luz en su piel. Demasiada sangre en su recuerdo.
—Bien. Vuelve mañana a las ocho. Tendrás una prueba práctica. Ana te dará los detalles.
Lena asintió. Se puso de pie. Él rodeó el escritorio, se acercó para entregarle una hoja con instrucciones. Sus dedos rozaron los de ella. Fue una chispa. A Adrian se le tensionó el cuello. A Lena se le aflojaron las rodillas. Él retiró la mano al instante.
—No corras por las escaleras —repitió, apenas un murmullo.
Lena intentó sonreír. No lo logró del todo. Caminó hacia la puerta. Antes de abrirla, se permitió un último vistazo. Adrian ya no la miraba. Tenía la vista fija en un punto del escritorio, como si allí hubiera algo de vital importancia. Lo que Lena no sabía, era del mensaje invisible solo para sus ojos.
CURA DETECTADA: LENA RAMÍREZ
Nivel: Alto
¿Notificar a la Alta Sombra?
Sí / No
Su dedo flotó sobre el Sí. Imágenes: la niña de cabello oscuro que había salvado setenta años atrás, la mujer que lo había mirado con compasión cuando él no sabía sentirla. La promesa de no beberlos. La amenaza de ver a su especie arder en cámaras y titulares. El sabor dulce y metálico aún en su lengua. Bajó el dedo.
No.
La pantalla se apagó.
Lena cruzó el lobby más despacio. Se llevó la mano al bolsillo donde Ana había metido el pañuelo con la sangre seca. Lo tocó como quien palpa una prueba de algo que no entiende. Las luces del techo estaban firmes. El lector muerto seguía vivo. Por un segundo, una pantalla lateral mostró una palabra en verde. Tal vez fue un reflejo. Tal vez no. CURA.
El guardia la saludó con un gesto distraído. La calle olía a lluvia. Lena salió con el corazón apretado y la piel encendida todavía donde había sentido esa lengua fría. No sabía qué había pasado, no sabía por qué las luces habían obedecido a su sangre, no sabía por qué el dueño de todo aquello la había tocado como si fuera algo frágil y peligroso a la vez. Pero sabía algo simple: mañana volvería.
Entre el miedo y el calor que le ardía bajo la piel, supo que ya no podía retroceder. Y sin verlo, dejó atrás a un hombre que acababa de desafiar a los suyos para protegerla, aunque eso significara incendiar su propio juramento.
La torre respiró con ella. Y el Velo, por ahora, se mantuvo en pie.