Lena llegó con el brazo todavía vendado y un cansancio pegado a la piel. El vendaje le picaba bajo la manga y, cuando flexionaba la muñeca, un tirón le recordaba el corte de ayer. Encendió el computador conteniendo la respiración. Nada más ver la pantalla, buscó con los ojos la maldita ventana gris. No apareció. No había “toma mínima” nueva, no había letras mayúsculas llamándola “CURA” a gritos. Soltó aire despacio. Respira. No corras. No sangres, repitió.
El silencio de la oficina a esa hora era raro. Sonaban teclas lejanas, el zumbido del aire acondicionado, algún teléfono que ya pedía atención. Lena se acomodó el cabello detrás de la oreja. El roce del vendaje contra la mesa le dio un escalofrío. Y, como un golpe suave, le volvió la memoria del día anterior: la mano de Adrian sobre la suya, su aliento frío en la nuca, la voz pegada a su oído. Se mordió el labio sin darse cuenta. Una punzada de calor subió por el vientre. Lo apartó a golpes de pensamiento. Trabajo. Planillas. Proveedores.
—Oye… —susurró una voz a su lado.
Franco asomó la cabeza por encima del panel de su cubículo. Tenía las ojeras más marcadas que de costumbre y un nerviosismo que le salía por los dedos.
—¿Puedes venir un segundo? —pidió, bajito—. Necesito… ver algo contigo. Es importante. Y raro. Muy raro.
Lena se levantó, miró alrededor para asegurarse de que nadie los siguiera, y caminó detrás de él. Franco tomó un pasillo lateral que casi nadie usaba, abrió una puerta con una llave física (no tarjeta, no lector) y la dejó pasar primero. La sala era pequeña, llena de cables, routers, pantallas encendidas con cuadros de colores y números minúsculos que latían. Olía a polvo caliente y café.
Franco cerró la puerta con llave.
—No quiero que Damián entre —dijo en voz baja—. Es capaz de borrar todo sin preguntar y después decir que fue “ruido”.
Lena tragó. Franco encendió un monitor grande al centro. Seleccionó un archivo. Un video de seguridad mostró el pasillo fuera de la sala fría, del día anterior. Ella se reconoció sólo por un segundo: su espalda, su venda blanca, el hombro de Ana. Luego, la imagen adelantó unos dos minutos.
Adrian entraba en cuadro.
Las luces del pasillo parpadearon justo cuando su figura cruzaba. El video saltó. Un glitch, como si la cinta se arrugara en un viejo reproductor. La cara de Adrian se deformó un segundo: los ojos brillaron con un destello rojo plateado, la mandíbula pareció alargarse, la piel se puso más pálida que el papel. Un parpadeo, menos que una respiración. Volvió a la normalidad al instante. El corazón de Lena se detuvo y volvió a latir con fuerza.
—Debe ser la luz —intentó decir, pero su voz sonó hueca.
—Eso dije yo —respondió Franco—. Pero lo repetí cuadro por cuadro. Mira.
Avanzó el video al punto exacto, lo ralentizó. Cuadro a cuadro. El destello se volvió evidente. Era real. No era un reflejo. Había algo ahí que no era humano.
Lena apretó la boca. El recuerdo de la lengua fría en su piel saltó, vivo, mezclado con esa imagen. Se le humedecieron los labios, un acto reflejo. Su cuerpo reconocía algo que su mente no quería nombrar.
—Intenté estabilizarlo con el software —continuó Franco—. Nada. El glitch empeora si fuerzo la corrección. Se abre más… como una grieta.
Tocó un par de botones y, efectivamente, la cara de Adrian se partió en pixeles y manchas de color.
—Acerca tu pulsera —dijo de pronto—. Ayer todo subía cuando estabas cerca. El panel respondía. Capaz reconoce tu señal.
Lena dudó.
—No te va a chupar la muñeca el monitor —bromeó él para aflojar—. Solo acercala.
Ella levantó el brazo y acercó la muñeca al marco del monitor. El metal estaba gélido. El sistema hizo un pitido agudo. En la esquina de la pantalla apareció una línea verde:
CURA PRESENTE. ALERTA BAJA.
El video, de golpe, dejó de romperse. La imagen se limpió. El destello seguía, pero se veía definido: los ojos de Adrian, en un cuadro, eran demasiado brillantes, con un brillo rojo en el centro. No era luz. Era otra cosa. Lena sintió un escalofrío recorrerle la espalda. El aire en la sala se volvió más pesado. Retiró la muñeca. El mensaje desapareció. El video volvió a rotura.
—No sé qué significa “CURA presente”, pero supongo que es… tú —dijo Franco—. Y eso de “alerta baja”. O sea, que contigo todo baja. ¿Qué demonios pasa, Lena?
Ella no respondió. No podía. Se quedó mirando el cuadro congelado, ese ojo que no era un ojo humano, ese destello que le despertó una mezcla ridícula de miedo y deseo. Ayer había sido una boca fría sobre su piel. Hoy era un par de ojos imposibles en una pantalla.
—Esto puede destruir carreras —susurró Franco, más para sí que para ella.
Pausó el video. El cursor titilaba sobre el rostro congelado de Adrian. Franco dudó dos segundos, luego sacó un pendrive pequeño del bolsillo de su pantalón. Era rojo, brillante, con una tapa de metal.
—Voy a guardar el fotograma. Solo por si Damián borra todo. No confío en él.
—¿Y si alguien lo ve? —preguntó Lena, con un hilo de voz.
—Nadie lo va a ver. Tengo una caja fuerte digital para estas cosas. —Intentó sonreír—. Confía en mí… o al menos confía menos en Damián.
Guardó el fotograma. La pantalla mostró un mensaje mínimo que apenas alcanzaron a leer:
COPIA REALIZADA. CURA: PRESENTE.
Franco frunció el ceño.
—¿Qué…? —Sacudió la cabeza—. Bah, mensaje del sistema. No importa.
Metió el pendrive en el bolsillo de su chaqueta. En ese instante, sonó un golpe seco en la puerta. Ambos saltaron. La llave giró sola desde afuera. Damián entró sin esperar, como si supiera que iban a tardar en abrirle.
—¿Qué hacen encerrados? —preguntó con una voz plana que daba más miedo que un grito.
Franco, con reflejos veloces, cambió la pantalla a una hoja de cálculo llena de números aburridos. Lena pensó en el video congelado y tragó, intentando borrar de su cara cualquier rastro de culpa.
—Calibrando resoluciones —improvisó Franco—. Las cámaras tienen ruido. No quiero que el informe salga con imágenes borrosas.
Damián caminó hasta el monitor. Se inclinó. Miró los números un segundo y luego a Lena.
—¿También trabajas en sistemas ahora?
—Solo vine a traerle un archivo a Franco —respondió ella, calmada—. Me pilló en el pasillo.
—Ajá. —Damián paseó su mirada por la habitación—. Los ojos abiertos, Franco. No me escondas nada. Y tú —señaló a Lena—, evita estar en lugares donde no te necesitan. No quiero accidentes nuevos en mi cargamento de datos.
Se dio media vuelta y salió, dejando la puerta abierta. Franco soltó el aire con un bufido.
—Casi se me cae el corazón al piso —murmuró—. Este tipo tiene radar para los secretos.
—Franco, esto es… grande —dijo Lena—. Si alguien más lo ve…
—Nadie más lo verá —prometió él—. En serio. Lo guardo y lo borro de aquí.
Reprodujo de nuevo el video solo para asegurarse de que estaba bien guardado, luego lo cerró. Metió la llave en la puerta, la cerró. El pendrive tintineó dentro de su bolsillo cuando se movió. Lena lo escuchó como si fuera una campana de alarma.
Volvieron por el pasillo. Franco la dejó en su cubículo y se desvió hacia la cafetería.
—Necesito café. ¿Quieres?
—No, gracias.
Lena se sentó y, antes de apoyar los dedos en el teclado, vio que un nuevo correo entraba a su bandeja de entrada. Sin remitente. Sin asunto. Solo una línea en el cuerpo del mensaje:
Esto es solo el principio.
El frío le subió por el cuello, le trepó la nuca y le apretó el cuero cabelludo. Miró alrededor. Nadie parecía mirarla a ella. Hizo clic en “mostrar encabezados”. Nada. El correo venía de “ninguna parte”. Lo cerró, borró, vació la papelera. Como si eso pudiera borrar la sensación de amenaza que le dejó en el estómago.
Se llevó la mano al vendaje. Latía. Respiró. No corras.
Trabajó el resto de la mañana con la mitad de la mente en las planillas y la otra mitad en la imagen congelada. Cada vez que cerraba los ojos, veía el destello de esos ojos. Cada vez que los abría, veía el reflejo de su propia cara pálida en la pantalla. Cuando Franco pasó de vuelta, ya con olor a café, le guiñó un ojo. Ella asentó sin mucho ánimo.
—Todo seguro —susurró él—. Lo bloqueé con tres claves.
—Bien —dijo Lena, y deseó creerle.
La tarde avanzó pesada. Damián mandó un correo exigiendo el informe de sensores a las cinco. Adrian llamó a Ana a su despacho y no salió en una hora. Lena luchó con celdas que no sumaban, con proveedores que no respondían. Cada tanto, su vendaje le recordaba con un picor que seguía siendo carne viva en medio de máquinas y mentiras.
A las cuatro y media, necesitó ir al baño solo para mojarse la cara. El espejo le devolvió un rostro más pálido de lo habitual, ojos más grandes, labios mordidos. Se tomó unos segundos apoyada en el lavamanos. El mensaje sin remitente le vibraba en la cabeza: esto es solo el principio. ¿Principio de qué? ¿De su locura? ¿De una guerra que ella no entendía?
Salió y volvió a su puesto. La pantalla estaba en negro. Se movió el mouse. Tardó un segundo en responder. Un segundo que se sintió eterno. Cuando volvió la imagen, en la esquina inferior, apenas una línea:
COPIA EXTERNA DETECTADA
Parpadeó y desapareció. Lena se quedó fija mirando el punto donde había estado. No sabía qué significaba, pero el sudor frío le subió por la espalda como una mano helada.
En ese mismo momento, en la sala de sistemas, Franco dejó su taza de café sobre la mesa y se agachó para enchufar un cable. El pendrive rojo se deslizó fuera del bolsillo de su chaqueta y cayó en el suelo sin ruido. Rodó hasta el borde del mueble. Unos zapatos negros, impecables, se detuvieron a un paso. Una mano, larga y blanca, recogió el dispositivo y lo deslizó dentro de un bolsillo desconocido. La puerta se cerró sin que nadie notara el gesto.
Arriba, en el reloj de Adrian, una alerta vibró con un zumbido tenue:
COPIA EXTERNA DETECTADA
Frunció el ceño. Miró hacia el norte, como si pudiera ver a través de pisos y paredes. En algún lugar, un archivo había salido del camino previsto. En algún lugar, alguien tenía una prueba que no debía existir.
Lena no sabía nada de eso. Sólo sabía que había un video que mostraba lo imposible, un mensaje que prometía peligros, y un vendaje que aún latía bajo la manga. Se llevó la mano al pecho para calmarse. Respiró. No corras. No sangres.
El día iba a terminar, pero la grieta ya estaba abierta. Y en alguna parte del edificio, unos ojos que tampoco eran humanos sonrieron ante la primera fisura.