La noche se ha instalado con suavidad en el interior del apartamento.
Afuera, la ciudad murmura en voz baja, pero dentro del hogar todo es calidez. Las luces tenues en la sala proyectan un resplandor acogedor sobre los rostros de Clara, Ethan y Ava, quienes aún permanecen en el sofá, envueltos en mantas, con los restos de la cena y una película olvidada en la pantalla.
Ava, agotada por la jornada, se ha rendido al sueño con la cabeza recostada sobre el regazo de Clara. Su respiración es tranquila, su rostro apacible.
Clara la observa con ternura mientras acaricia con suavidad sus rizos, y Ethan, sentado al otro lado, la mira con una mezcla de amor, asombro y deseo profundo. Esos pequeños instantes de paz —raros, casi milagrosos últimamente— tienen un valor incalculable.
Cuando Ava comienza a murmurar palabras incomprensibles en sueños, Clara y Ethan se miran, intercambiando una sonrisa cómplice.
Ethan se inclina con cuidado, la toma en brazos como si fuese de cristal y se la lleva