CLARA
—Me encanta cómo te ruborizas —murmuró, besándome las colinas de los pechos mientras me desabrochaba los botones superiores de la blusa—. Me vuelve loco. Es una de las cosas que nunca pude olvidar sobre ti.
Nunca había pensado en cómo me veía cuando me sonrojaba.
—¿Sí? Cuéntame que es lo que te gusta de ello.
—Es un color precioso —empezó, con su aliento caliente sobre la piel entre mis pechos, mientras me recostaba sobre la mesa, con la rodilla apoyada en el borde y las manos a cada lado.
—Empieza justo aquí —me plantó un beso justo debajo del centro de las clavículas— y va subiendo —un beso en la base de la garganta— y subiendo —otro en el lateral del cuello— y subiendo. —Otro en el borde de la mandíbula. En la mejilla derecha—. Y me vuelve loco cuando sé que yo soy la causa.
Sentí cómo se me erizaba la piel ante aquella suposición, y cómo el corazón me golpeaba la caja torácica.
Una lenta sonrisa se dibujó en su boca terriblemente torcida.
—Como ahora —ronroneó, y besó