Rowan pasó con Nadia el resto del día, observándola concentrada mientras trabajaba en sus pinturas, cumpliendo con los encargos que le habían encomendado en el Instituto de Bellas Artes. Se quedó a su lado, asegurándose de que nada interfiriera con su trabajo: le preparó la comida, le ofreció agua cada vez que parecía necesitarla y la asistió en todo lo que estuvo a su alcance. Durante esas horas, se ocupó de que cada acción suya fuera una ayuda, un apoyo que facilitara su jornada y que le permitiera centrarse únicamente en el arte. Rowan se comportó como un guardián y compañero, haciendo que la rutina de Nadia se volviera más sencilla, más llevadera, mientras ella seguía concentrada frente a los lienzos.
Cuando la noche llegó, Rowan permaneció en la casa de Nadia, y juntos compartieron la intimidad tranquila de la velada. Dormir juntos esa noche se convirtió en un acto natural de cercanía, de cuidado mutuo, antes de que la mañana los obligara a separarse nuevamente. Nadia se levantó