LIAM
Debí haberlo previsto. Thomas me lo advirtió esta mañana, con el ceño fruncido y el tono cargado de cinismo. “Si no limpias esto antes de que Clara lo use, te vas al carajo. Y nos arrastras contigo.” Tiene razón. Un escándalo ahora sería fatal. La junta directiva ya está nerviosa por la inminente fusión con el fondo suizo. Si huelen debilidad en mi vida personal, si la palabra impulsivo aparece en un solo titular, pueden retractarse. Y si Clara descubre esto antes que yo lo controle, lo va a usar como un misil. Ella siempre ha estado esperando un paso en falso. Por eso, lo necesito. Un año. Solo un año. Tiempo suficiente para proyectar estabilidad. Tiempo suficiente para que el matrimonio parezca real, para después desaparecer sin causar turbulencia. Un divorcio tras doce meses se ve razonable. Civilizado. Estratégico. Cierro los ojos. Pero hay una parte que no encaja. No me arrepiento. No del todo. Zoé no es como las mujeres con las que suelo tratar. No busca acercarse. No hay codicia en sus ojos, ni adulación fingida. Hay rabia. Miedo. Y ese fuego que la hace peligrosa. Una variable indomable. ¿Me atrae eso? Maldita sea, sí. Y no debería. No cuando necesito que esto sea un negocio. No cuando sé que esa desesperación en sus ojos tiene un origen real. La escuché. Anoche, en el baño del hotel, con la puerta entreabierta. Su voz temblaba cuando hablaba por teléfono. Su hermana. Hospital. Deuda. No fui yo quien la manipuló. No la obligué a casarse. Pero tampoco la detuve. ¿Eso me hace un cabrón? Probablemente. Pero también me hace un CEO eficiente. Marco su número. Ella responde al segundo timbre. —Quiero hacerte una propuesta —digo sin rodeos—. Un trato. Nos quedamos casados por un año. Sin amor. Sin convivir. Solo la fachada. Luego, firmamos el divorcio. Sin escándalos. Silencio. Pero no es un silencio vacío. Puedo imaginar lo que está ocurriendo del otro lado: La imagen de su hermana con cables conectados al cuerpo. El olor a desinfectante del hospital. El peso de no tener opciones. —¿Por qué un año? —pregunta por fin. Su voz es apenas un susurro rasgado. —Porque en un año los inversionistas dejarán de esculcar mi vida personal. Porque una separación después de doce meses no se ve como una locura, sino como una decisión madura. Porque Clara, mi principal rival, ya no podrá usar mi estado civil como un arma para cuestionar mi juicio. Y porque, sinceramente, no quiero ver mi cara en un titular que diga: El CEO que no duró ni una semana casado. Ella deja escapar una risa seca. Sin humor. Ese sonido me atraviesa. Frágil. Real. Más real que cualquier cosa en mi vida ahora mismo. —¿Y yo qué gano? —pregunta. La pregunta que esperaba. Respiro hondo. —Lo que tú quieras —respondo—. ¿Dinero? ¿Un préstamo? ¿Cuidar de alguien? —Hago una pausa—. ¿Gastos médicos? ¿Una inversión? Tú dilo, y lo agregamos al contrato. Todo legal. Claro. Transparente. Excepto la parte en la que estás vendiendo un pedazo de tu vida. Otro silencio. Más largo. Siento su orgullo resistirse. Su dignidad revolverse en su pecho. También siento su necesidad. La desesperación tiene un olor. Y yo la conozco bien. —¿Y si digo que no? —susurra. Miro el anillo en mi dedo. El oro frío. El símbolo de una mentira. —Entonces buscaré otra forma —respondo con suavidad—. Pero créeme, Zoé… esta es la opción más limpia. Un año de tu vida… por la de ella. No lo digo en voz alta. No necesito hacerlo. Ella lo sabe. Un minuto. Dos. Respiro hondo, conteniendo la tensión. Entonces, la escucho. Esa voz. Ahora sin emoción. Solo acero. —Quiero leer ese contrato. No sonrío. No lo celebro. Esto no es una victoria. Es el principio de una guerra silenciosa. Y ella… Ella acaba de firmar su primera bala.