El contrato está sobre la mesa.
Blanco. Impecable. Inocente, como si no fuera el acto más sucio de mi vida. La hoja tiembla apenas, por el viento que entra por la ventana entreabierta, pero en mi mente, ese leve movimiento se siente como un susurro del destino, una risa cruel. “Estás a punto de venderte.” Leo el título por enésima vez. Acuerdo Matrimonial Temporal. Temporal. Qué palabra tan suave para algo tan brutal. Doce meses. Trescientos sesenta y cinco días. Un año de mi vida. Mi nombre. Mi cuerpo. Mi libertad. A cambio de la vida de mi hermana. Cada cláusula es una herida abierta. “Sin contacto físico obligatorio.” “Sin intervención emocional.” Como si eso protegiera mi alma. Como si mi alma no estuviera ya hecha trizas. “Compensación económica: a convenir.” Ese “a convenir” es la forma elegante de decir: “A tu hermana le queda poco tiempo. Haz lo que debas.” Me paso una mano por el rostro. Estoy sudando frío. El bolígrafo espera junto al contrato. Un objeto tan común, tan inofensivo, y al mismo tiempo, tan aterrador. Al tomarlo, siento que agarro un cuchillo. Pesa. Como si llevara dentro la carga de todo lo que voy a perder. Mi mano tiembla. Inhalo profundamente, pero no puedo llenar los pulmones. El aire se vuelve denso, espeso, como si la habitación estuviera bajo el agua. Camino tambaleante hacia la ventana. La abro más. Nueva York ruge allá abajo. Autos, bocinas, gritos. El mundo sigue. Y sin embargo, el mío se está partiendo. Me miro en el reflejo del vidrio. No sé quién soy. Mi piel parece pálida, mis labios agrietados. ¿En qué momento llegué hasta aquí? Una punzada en el pecho me hace apretar los ojos. Entonces la veo. Camila. Mi hermana. Frágil, pequeña, con esos ojos enormes que me miran como si yo fuera todo lo que necesita. Como si confiar en mí fuera algo fácil. Cierro los párpados más fuerte. Quiero aferrarme a su imagen. Y la fantasía viene como una tormenta. Camila sana. Camila riendo. Camila corriendo en el parque, con el pelo al viento y los brazos abiertos. Camila viviendo. Ese pensamiento es el único que me mantiene de pie. Esa ilusión es todo lo que tengo. —No lo hago por mí —susurro. —Lo hago por ella. Regreso al sofá, como si el cuerpo me pesara el doble. Cada paso se siente como una despedida. ¿Será la última vez que esté en este apartamento? ¿La última vez que sea Zoé Martínez, a secas? Tomo el teléfono. Busco su nombre: Valeria. No lo marco. Solo dejo que la memoria haga su trabajo. —¿Estás segura de esto, Zoé? — Su voz era tan urgente, tan llena de miedo. —Casarte con ese imbécil no te garantiza nada. No sabes con quién estás tratando. —No tengo otra salida, Val. —¡Sí la tienes! Podemos buscar otra forma, abrir una recaudación, pedir un préstamo, yo puedo vender mi carro, lo que sea… pero esto, esto no es vida. —No necesito vida. Necesito dinero. Para hoy. Para el tratamiento. Para que Camila llegue a navidad. La discusión terminó en lágrimas. Las suyas, por impotencia. Las mías, por culpa. Abro los ojos. El contrato sigue ahí. El bolígrafo… también. Respiro hondo. Siento que tengo un puño apretándome el estómago. Las manos me sudan. Los dedos me tiemblan. Agarro el bolígrafo. Lo aprieto. Me duele. —Lo odio —murmuro—. A él. A Liam Blackwell. Su nombre está ya firmado. Impecable. Elegante. Sin temblores. Tan seguro. Tan arrogante. Tan… cruel. Lo odio con cada parte de mí. Y sin embargo, lo que siento es más grande que ese odio. Es amor. No por él. Por ella. Camila. El amor desesperado que te hace entregar hasta el alma. Mis dedos empiezan a moverse. El bolígrafo rasga el papel. Mi firma es un trazo torpe, tembloroso. Como si una parte de mí intentara detenerme. Pero ya está hecho. Una gota cae sobre el papel. No sé si fue sudor, o lágrima, o tinta. Tal vez las tres. Deja una mancha pequeña. Una herida en la hoja. Lo miro. Ahí está mi nombre. Zoé Martínez. Al lado del de él. Liam Blackwell. Juntos. Unidos por una mentira. Mi estómago se revuelve. Me mareo. Me llevo una mano al pecho. Siento que el corazón va a salirse. Y entonces, suena el teléfono. Lo veo en la pantalla: Liam Blackwell. Mi verdugo. Mi salvación. Respondo. —¿Sí? Su voz entra como un disparo. —¿Lo firmaste? —Sí —respondo con un hilo de voz. —Perfecto. Mi abogado pasará por tu apartamento en una hora. Mañana lo legalizamos. Después… comenzamos. —¿Comenzamos qué? —pregunto sin poder evitarlo. Silencio. Y luego, él, con la frialdad que lo caracteriza: —El juego, Zoé. El que cambiará tu vida… y la mía. Cuelga. Me quedo con el teléfono en una mano, el bolígrafo en la otra, y el contrato ardiendo en mis piernas. Ya no hay vuelta atrás. Ya no soy solo Zoé. Ahora soy… La esposa de Liam Blackwell.