Hay un momento del día, justo después del atardecer, cuando la luz se vuelve suave y todo parece estar en pausa. Es en ese instante en que más me cuesta respirar últimamente.
No porque esté físicamente agotada —aunque lo estoy—, ni porque el embarazo sea difícil —aunque algunas noches lo es—. Me cuesta respirar por el peso de la incertidumbre, por esa vocecita dentro de mí que empieza a preguntarse algo que no quiero admitir:
¿Estoy haciendo lo correcto al pelear?
Peleo contra mi madre, contra un sistema legal que no nos entiende, contra los medios que cada día me desarman con titulares crueles. Peleo por Camila, por el bebé que crece en mi vientre, por la idea de una vida en la que nadie más decida por mí.
Pero hay días —como hoy— en los que me siento como si estuviera sola otra vez.
Estoy sentada en el sofá, abrazando una almohada contra mi pecho. Las luces de la sala están apagadas, y el silencio de la casa es tan intenso que escucho el eco de mis pensamientos. Camila duerme. Y Lia