La habitación está sumida en un silencio apacible, casi sagrado, como si el mundo hubiera bajado el volumen solo para nosotros. Es de madrugada, otra vez. Una de esas horas en las que todos duermen, menos las madres.
Me acomodo con cuidado en la silla al lado de la cama. La luz tenue que entra por la ventana dibuja siluetas suaves sobre el rostro de Liam. Duerme boca arriba, con Amelia sobre su pecho, su manito del tamaño de una hoja pequeña apoyada justo sobre el corazón de su padre. Es una imagen que guardaré en la memoria para siempre. Porque no sé cómo describir tanta paz en tan poco espacio.
Al otro lado, en el sillón, Camila los observa. No duerme. Tiene los ojos abiertos, como si vigilara el universo entero desde esa esquina.
—No quiero que le pase nada —me susurra sin dejar de mirar a Amelia.
—A ella no le va a pasar nada —le respondo en voz baja, y me acerco—. Está con nosotros. Con su hermana mayor y su papá que la adoran.
Camila parpadea lentamente y susurra algo que me dej