El pitido constante de las máquinas es lo único que me mantiene anclada a la realidad.
Camila está inmóvil, su piel pálida, el rostro frágil, pero sus latidos siguen ahí, luchando, resistiendo.
Han pasado horas. Días que se sienten como años.
Estoy sentada junto a su cama, con las manos entrelazadas sobre mi regazo. No sé cuántas veces le he hablado sin obtener respuesta. Le he contado historias, le he cantado suave, le he suplicado que no me deje sola.
Y entonces, cuando menos lo espero, su dedo se mueve. Apenas un temblor. Después, otro.
—¿Camila? —mi voz se quiebra mientras me inclino sobre ella.
Sus párpados tiemblan, y luego, se abren.
Esos ojos marrones me miran, confusos, cansados… pero vivos.
—Zoé… —susurra, y se me parte el alma.
Las lágrimas me caen sin aviso. Me aferro a su mano, la beso, río y lloro al mismo tiempo.
—Estás aquí. Estás viva. Gracias, gracias, Cami…
—¿Qué pasó? —pregunta, débil.
—Tuviste una recaída. Pero ya estás mejor. Ya estás a salvo.
Camila gira lentame