«La música siempre calmará a las fieras… incluso a las espirituales.»
O, al menos, eso era lo que siempre le habían recomendado a Roxana para apaciguar a los centinelas y otras criaturas. Por esa razón es que se encontraba, en ese momento, de pie, con un arpa pequeña en la mano, a escasos metros del busto que marcaba la tumba de su hermana, rodeada de centinelas que sobrevolaban por encima de su cabeza.
Mientras tanto, Lawrence y Audrey, se encontraban más allá, cerca de un roble, y, por insistencia del primero, Joel y Lorette custodiaban la puerta. En caso de que la situación se saliera de las manos, estos últimos, tenían orden de poner pies en polvorosa.
«Una lastima que sea así ¡Con lo bien que nos vendría el duende que posee esa chiquilla! O… si estuviera Lilly, eso también ayudaría…»
Se lamentó Roxana, con resignación, posicionando el arpa entre su clavícula y su pecho para comenzar a dar los primeros acordes. Después de la explicación que Audrey, tan amable como siempre, le di