El silencio entre nosotros era cómodo. O al menos para mí.
Caminábamos hacia el auto con ese vaivén entre la indiferencia y el deseo mal disimulado. Ella a mi lado, con ese andar arrogante, casi desafiante, como si pudiera incendiar el pavimento solo con sus pasos. Yo no dije nada. No me gustaban las conversaciones innecesarias, y ella lo sabía. O fingía saberlo, al menos.
Saqué las llaves del bolsillo trasero y desactivé la alarma del auto con un clic. El sonido agudo cortó el silencio justo cuando llegamos.
—¿Quieres ir a mi casa? —pregunté, sin mirarla, con el mismo tono con el que se pide un café. Frío. Seco. Sin expectativas.
—¿Y eso es una invitación formal o solo estás tratando de ver si me bajo la ropa antes de que termine la noche?
La miré de reojo. Tenía esa maldita sonrisa torcida, como si supiera exactamente lo que provocaba en mí.
—Es solo una pregunta —respondí, abriéndole la puerta del copiloto.
Ella subió sin decir nada más, pero vi cómo sus labios se curvaban al final