La casa había reducido su respiración a un hilo. La lluvia, distante, parecía afeitar el ritmo de la noche; las linternas del corredor enviaban rectas de luz que partían el tatami en franjas pálidas y sombreadas. Erika avanzó con la piel encorvada como quien entra en un territorio. Cada paso le sonó en los oídos como un golpe —quizá demasiado pronto, quizá un aviso—; la cabeza le daba vueltas con peligros imaginarios y reales. Pensó en Takeshi, en su rostro implacable; pensó en la posibilidad de que todo aquel gesto nocturno fuera una puesta en escena orquestada para humillarla.
Ante la puerta del salón, de pronto, una figura de espaldas cortó la penumbra. Por un instante esa silueta fue todo lo que necesitó para que el pánico apretara su garganta: la postura erecta, los hombros anchos, la manera de sostener la oscuridad como si fuera un abrigo. La desconfianza fue más fuerte que la alegría por segundos que parecían eternos.
Luego la figura dio la vuelta y el mundo se volcó. Aquella e