La casa de Takeshi se mostraba al día siguiente con la misma frialdad que una espada recién afilada: la luz entraba en láminas por los enormes ventanales y dibujaba rectas sobre el tatami, resaltando la geometría del orden. Para Erika, cada rincón era una lección de disciplina: árboles podados hasta la nausea, grava rastrillada en surcos que parecían nervaduras de un cuerpo que no podía equivocarse. Allí no existía el azar; todo era medida, gesto y consecuencia.
Takeshi la esperaba con dos cosas claras: paciencia y método. No gritó, no impuso con demostraciones de fuerza. Su educación era otra arma, la que más dolía porque desarmaba: le enseñaría a obedecer a través de la estética y la vergüenza, hasta que ella creyera que esa obediencia era suya.
—Hoy aprenderás a caminar sobre tatami sin que parezca que estás a punto de huir —dijo, pasando por delante de ella como quien guía a alguien por una galería. Su voz no pedía permiso; dictaba espacio.
Ella llevaba aún el kimono blanco que le