La noche se rompió en rodajas de lluvia cuando Erika decidió que ya había tenido suficiente. El cielo descargaba sobre la casa de Takeshi como si el mundo quisiera lavar aquel lugar de todas sus reglas; los golpes del agua contra las hojas y los adoquines marcaban un compás que le pareció perfecto para correr. El jardín, que a la luz calma de la luna le había parecido una cárcel bonita, ahora ofrecía escondites: biombos, setos podados en figuras geométricas, un arroyo de piedra cuyos susurros se mezclaban con el rumor del temporal.
Ella se abrochó el kimono como pudo —la tela resbaladiza de la humedad—, dejó la faja a medio ceñir y deslizó los dedos por la casita de madera que hacía de puerta lateral. Nadie en el corredor la miró lo suficiente como para detenerla; los sirvientes se movían como sombras aprendidas, obligadas a no interferir. Erika avanzó a paso de felino, con la adrenalina golpeando en las sienes. Cada sonido era un posible peligro y, al mismo tiempo, una promesa: la pr