La madrugada avanzaba densa sobre la casa de Como, y aunque a simple vista todo parecía en calma, en el corazón del refugio los engranajes de la guerra no habían parado de girar.

Ásgeir estaba inclinado sobre el mapa extendido sobre la mesa de mármol, marcando rutas, posibles emboscadas y puntos ciegos con la precisión quirúrgica de un asesino de élite. Gregor murmuraba por un canal cifrado con sus contactos, la mandíbula tensa, la voz reducida a una línea afilada como hoja de bisturí.

Rinaldo revisaba los signos vitales de Giovanni desde una consola portátil. A pesar del sedante, el joven aún se agitaba por momentos, sudando frío. El médico revisaba cada valor con la minuciosidad de quien sabe que, en cualquier momento, puede necesitar resucitar más que a un cuerpo, a la esperanza de alguien.

Erik, por su parte, llevaba horas tecleando. Su estación era un caos de pantallas, cables y café frío. Tenía los ojos inyectados de concentración y una sonrisa torcida en el rostro.

—Listo —murm