Capítulo 188

El reloj marcaba las 09:12 a.m. cuando el zumbido de una alerta hizo vibrar el teléfono satelital sobre la mesa de roble oscuro.

Antonio Mancini, con la camisa desabotonada hasta la mitad y los ojos inyectados de ira, interrumpió de inmediato la conversación con uno de sus lugartenientes. Agarró el dispositivo, desbloqueó la pantalla… y su semblante cambió.

El correo estaba allí. Limpio. Desnudo. Sin piedad.

Y justo debajo, su firma cifrada. El código que solo sus aliados más cercanos conocían. No era una falsificación. Era él. Era su condena.

Un sudor helado le recorrió la espalda mientras leía de nuevo el encabezado: "Reenviado". Y luego el largo listado de personas que ya habían recibido el correo.

El contenido había sido compartido con todos los clanes calabreses.

—¿Qué... qué mierda...? —murmuró, pero no era una pregunta. Era un vómito de rabia.

Levantó la vista. El salón donde se encontraba —una antigua finca en las afueras de Cirò Marina, transformada en centro de operaciones—
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