La ciudad aún dormía bajo una sábana gris y húmeda cuando Luca Versano llegó a la comisaría central. Eran pasadas las cinco de la mañana, pero el cielo seguía igual de oscuro que su ánimo. Aparcó él mismo, como siempre, con los nudillos marcados en el volante y la mandíbula endurecida. No encendió la radio en todo el camino. El silencio le dolía menos que la voz de su conciencia.
Al bajar del vehículo, sintió ese extraño peso que se forma entre los omóplatos cuando sabes que te están esperando… pero no con los brazos abiertos.
Subió los escalones uno a uno, con el abrigo empapado por la bruma, sin saludar a nadie. Apenas cruzó la puerta de entrada, el agente de guardia lo miró como si ya supiera.
—Está en su despacho. Esperándolo.
Luca solo asintió. Caminó con paso firme por el pasillo largo. El suelo de baldosas húmedas crujía bajo sus botas. Cada paso lo empujaba más cerca del ojo del huracán.
Frente a la puerta del comisario, se detuvo.
Respiró hondo una sola vez.
Y entró.
El despa