El aire en el despacho era denso. No por el calor, ni por el olor a tabaco que aún flotaba en el ambiente, ni siquiera por la humedad nocturna que se colaba por los bordes de las ventanas selladas.
Sino por la verdad que se avecinaba.
La chimenea crepitaba con una llama discreta. El fuego proyectaba sombras danzantes sobre las paredes cargadas de historia, de secretos, de muerte.
Dante se mantenía de pie junto al ventanal, la espalda recta, la mirada fija en su invitado. El helicóptero había cesado su rugido, y la puerta del despacho —maciza, insonorizada— se había cerrado con un leve clic detrás de Fabio, quien permanecía apostado cerca de una estantería, inmóvil como una estatua. Sombra leal. Daga en reposo.
—¿Qué sabes tú de mí, Versano? —preguntó Dante, con la voz baja pero afilada, como si cada sílaba hubiese sido afilada sobre piedra—. ¿Sabes algo realmente… o solo lo que te han contado?
Versano no se inmutó. El fuego parpadeó en sus ojos grises.
—Sé que naciste bajo un apellido