El destino parecía reírse de ella. Ese apellido, el mismo que cargaba con el peso de todas sus desgracias, ahora se convertía en su única esperanza. Tomó el teléfono con manos temblorosas, decidida a llamarlo, cuando el sonido del móvil la sobresaltó.
Era él.
El nombre Nicolás Cancino brillaba en la pantalla.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Respondió enseguida, con la voz cargada de alivio y nervios.
—¿Señor Cancino?
Pero no fue su voz la que escuchó al otro lado. Era la de el ama de llaves, temblorosa, casi al borde del llanto.
—Señorita Lía… perdone que la moleste, pero el señor Nicolás lleva dos días encerrado en su habitación. No come, no habla, no deja que nadie entre. Tenemos miedo… miedo de que le haya pasado algo.
El corazón de Lía se aceleró.
—¿Dos días? —repitió, sin poder creerlo.
—Por favor —suplicó la mujer—, venga. Usted es la única persona que podría convencerlo de abrir la puerta.
Sin pensarlo dos veces, Lía dejó a los niños con una vecina, tomó su bolso y sali