Dayana sonrió con malicia. No tenía pruebas, pero tampoco las necesitaba.
En su mente ya había armado la historia perfecta: Lucía era hija de Rafael.
Y si Lía no se alejaba de Jorge, ella misma se encargaría de divulgar esa supuesta verdad.
Con ese solo rumor destruiría tres vidas: la reputación de Lía, la imagen intachable de la universidad por permitir escándalos semejantes, y el orgullo de Betty Cancino, la consentida que siempre se creyó una reina.
Porque, al fin y al cabo, detrás de su nombre elegante —Betty— se escondía la pedante Betizia Cancino, nombre que odiaba y que jamás permitía que le recordaran, porque pertenecía a la abuela paterna que despreciaba.
Lía ya había acostado a los niños y se disponía a pintar un rato antes de dormir.
El silencio de la casa era un pequeño refugio después del caos del día.
Pero justo cuando buscaba sus pinceles, el timbre sonó.
Se acercó con cautela hasta la puerta y miró por la mirilla.
Una mujer elegante, de rostro desconocido, espera