La habitación estaba en silencio, solo interrumpido por el suave murmullo de los recién nacidos.
Lía los observaba con una mezcla de asombro y ternura infinita.
Una niña y un niño… sus gemelos. Tan pequeños, tan frágiles, tan perfectos.
Los miraba dormir, con las manitos cerradas y los rostros serenos, y una lágrima se deslizó lentamente por su mejilla. Era una lágrima de amor… y también de soledad.
Había deseado este instante con todo su corazón, pero en el fondo, una parte de ella sentía el vacío de no poder compartirlo con quien realmente amaba. Aun así, se aferró a la vida que tenía frente a ella: sus hijos eran ahora su fuerza, su razón, su futuro.
El suave sonido de la puerta la sacó de sus pensamientos.
Alzó la vista y vio a Nicolás en el umbral.
Estaba de pie, con el rostro sereno y una mirada llena de ternura. Se había afeitado, llevaba una camisa limpia y un ramo de pequeñas flores que había tomado del jardín de la hacienda.
—No quise venir antes… quería que descansaras