Las horas parecieron eternas. El reloj de la sala de espera marcaba cada segundo como una tortura. Betty caminaba de un lado a otro, sin poder contener las lágrimas; Mary permanecía sentada, inmóvil, con las manos entrelazadas y la mirada perdida en el suelo.
De pronto, la puerta del quirófano se abrió. El médico salió con el rostro cansado, el uniforme manchado de sangre y el gesto grave.
Todos se levantaron de inmediato.
—¿Cómo está mi hijo? —preguntó Mary, con la voz temblorosa.
El doctor se quitó la mascarilla y respiró hondo antes de responder.
—La bala hizo mucho daño… —dijo despacio—, pero su hijo está vivo. Logramos estabilizarlo. Fue una operación complicada, pero sobrevivirá.
Un suspiro colectivo llenó el pasillo. Betty se tapó el rostro y rompió en llanto; Mary se llevó una mano al pecho, al borde del colapso.
—Gracias, doctor… —murmuró entre lágrimas—. Gracias, Dios mío.
El médico asintió con cautela.
—Aún debe permanecer bajo observación. El impacto afectó parte del te