Después del café, Nicolás se puso de pie.

Agradeció la hospitalidad con una cortesía que contrastaba con la modestia del lugar.

—Gracias por todo, señora… —dijo mirando a Ceida—, y a usted, Lía, por el café.

Luego se volvió hacia ella con un gesto más suave—. Quiero que se tome una semana libre. Necesita descansar.

Lía asintió, conmovida.

—Gracias, señor Cancino. De verdad… gracias por todo.

Él le sonrió apenas, un gesto leve, cansado, pero sincero. Después salió de la casa y se perdió por la calle silenciosa.

Cuando la puerta se cerró, Ceida cruzó los brazos y miró a su hija con incredulidad.

—¿Me vas a explicar qué fue eso? —preguntó, sin ocultar la sospecha.

Lía bajó la mirada.

—Nada, mamá. Solo… la ruta no pasó por mí, y el señor Cancino me vio en el camino. Me trajo a casa, nada más.

Ceida suspiró, pero no respondió. Sabía que su hija no le estaba contando todo, aunque decidió no insistir.

Mientras tanto, Nicolás Cancino conducía de regreso a su casa de campo, el único lugar