Dos latidos bastaron para entender al imbécil que tenía frente a mí. La cortesía que mostraba no era más que un anhelo mal ocultado. Pude reconocer esa desviación mínima de la pupila, el brillo que no pertenece a una conversación inocente. Respiraba un milímetro más hondo si Vera hablaba. Su postura, era la de alguien que cree tener derecho a invadir el espacio de otros.
No tenía necesidad de haber estado en las reuniones previas para entenderlo. Este hombre buscaba aproximarse a Vera a través de modales correctos. Precisamente eso lo hacía peligroso.
Tuve mil formas en mi cabeza de borrarle esa sonrisita y arrancarle los ojos con los que se había atrevido a verla de esa forma. Tuve que contenerme con lo único que sé: contacto. Puse mi mano en la curvatura de la espalda de Vera para que la sensación de su calidez y su cercanía anclaran la tormenta que se estaba formando en mí.
Ella estaba ajena, ocupada en mantener la educación, enfocada en los documentos delante de ella. Profesional.