Mi Dueño Prohibido
Mi Dueño Prohibido
Por: V. De Noir
Capítulo 1

No recuerdo el momento exacto en el que dejé de tener voluntad. Tal vez fue al subirme a ese auto. O quizás, simplemente, cuando lo miré por primera vez: Leo Von Drachen.

En aquella ocasión no creía fuera real. Era bastante tarde, pasada la medianoche. Llovía a cántaros. Las gotas golpeaban con fuerza los ventanales del viejo hostal-restaurante Waldlicht, un sitio apartado en un rincón lluvioso de Styria, Austria. Un lugar húmedo, rancio y silencioso que sobrevivía gracias a viajeros solitarios, camioneros, a veces parejas discretas buscando anonimato. Nadie preguntaba mucho. Nadie miraba demasiado. Y eso lo hacía perfecto para esconderse… o desaparecer.

Yo estaba limpiando las baldosas de la entrada cuando cruzó el umbral.

El sonido de sus zapatos elegantes empapados sobre el suelo me hizo detener la escoba. Ahí estaba él. Alto, refinado, la camisa negra marcándole el pecho húmedo, el cabello castaño oscuro y espeso cayéndole en la frente. Tenía facciones perfectas. Parecía una pintura renacentista caminando entre los vivos. Se quitó el abrigo, lo sacudió sin apuro y se acercó a la recepción.

—Necesito una habitación —anunció.

Mi tía Annegret, una mujer de expresión pétrea, labios delgados, cabello decolorado y mal recogido, mascaba chicle, hojeando una revista cualquiera detrás del mostrador. Lo miró de reojo, evaluándolo descaradamente antes de sonreír.

—¿Por cuántas noches? —le preguntó jugueteando con un bolígrafo.

—Tres.

Ella le extendió la llave, dio las indicaciones hacia la número 3, y mientras él se dirigía hacia las escaleras, rumbo al pasillo, sus ojos claros como el hielo se encontraron con los míos por un breve instante. Sin emoción, sin interés. La clase de mirada que le dedicas a un objeto o una sombra en movimiento. Aunque a mí se me revolvió el estómago. ¿Mariposas? Supongo que eso era.

Me quedé hipnotizada observando el lugar por donde había desaparecido.

—¿Qué haces ahí parada como una estúpida? —bramó Henrik a mis espaldas, haciéndome pegar un respingo—. Las baldosas no se limpian solas, y aún tienes que fregar las parrillas de la cocina.

Giré hacia él con torpeza. Henrik era un hombre barrigón, de rostro grasiento y voz áspera. Siempre estaba de mal humor, oliendo a cigarro y a sudor.

—Sí, tío… ya voy —musité, bajando la mirada.

—Y no quiero verte otra vez embobada mirando a los clientes. Esto no es un cabaret, ¿entendiste?

Asentí observando la escoba. Seguí limpiando, intentando retener en mi mente la imagen del huésped. Esa noche no pude dormir. En mi pequeño ático, donde apenas cabía un colchón y una mesita con mis lápices, lo dibujé. Tenía esa costumbre: cuando algo me obsesionaba, lo dibujaba. Él se convirtió en una silueta constante en mi libreta.

''

Se quedó tres noches. Las tres más inquietantes de mi vida. Bajaba temprano, antes que todos, y pedía solo café. Nunca tocaba el desayuno. Se sentaba en la misma mesa, cerca de la ventana, con un libro. No sé si era por costumbre o por rutina, pero cuando pasaba página, sus dedos largos, firmes y sofisticados, me dejaba boquiabierta. Las venas que sobresalían ligeramente sobre su piel blanca se contraían cuando sostenía la taza, y fruncía el ceño por la concentración al leer. Yo intentaba adivinar qué tipo de libro era, pero estaba escrito en un idioma que no reconocía. Desde que llegó, mis ojos lo buscaban. Lo espiaba desde la cocina, fingiendo limpiar.

Esa última mañana me armé de valor para llevarle el café. Al posar la taza sobre la mesa, su voz me sorprendió:

—Gracias —dijo, sus ojos fijos en el libro.

Nadie decía gracias en ese lugar. Esa sola palabra me descolocó tanto que, en un acto estúpido, mi mano tembló y volqué parte del café sobre su camisa blanca… y su pantalón. El líquido salpicó directo entre sus piernas.

Me paralicé. Lo había arruinado. Era consciente de lo que pasaba cuando los clientes se enojaban. Retrocedí un paso, lista para el golpe. Pero él simplemente levantó la vista, atónito.

—Lo siento, lo siento mucho… —tartamudeé, buscando desesperadamente algo para limpiar.

Encontré un trapo sobre la bandeja, pero estaba sucio. Lo solté enseguida y tomé unas servilletas, agachándome para secar la mancha, incluso sobre su entrepierna.

—Está bien —me hablo tranquilo—. Fue un accidente.

—De verdad, lo siento —repetí, bajando la mirada.

Él negó con la cabeza, tomó la taza que aún quedaba medio llena, y le dio un sorbo dándole poca relevancia.

—No ha sido nada. ¿Tú estás bien? —cuestionó, sin rastro de enojo.

Instintivamente intenté esconder la mano con la que había sostenido la taza. Sentí el ardor recién, directo sobre la piel. Pero él ya lo había notado. Me tomó de la muñeca y la levantó cuidadoso, examinándola bajo la tenue luz que entraba por la ventana.

—Te quemaste —afirmó, frunciendo el entrecejo.

—Estoy bien… —balbuceé, aunque no era verdad. El calor punzante en mi palma era real, pero insignificante frente a lo que se agitaba más abajo. Me sobresaltó la tibieza húmeda que empapaba la tela de mis bragas… era algo diferente. Un cosquilleo desconocido, que me hizo apretar los muslos, reaccionando a la forma en la que sus preciosos dedos envolvían los míos.

—A ti te cayó directo en la piel. A mí solo en la ropa —murmuró, más para sí mismo. Luego tomó una servilleta limpia del dispensador y comenzó a secar el dorso de mi mano, sus movimientos breves y precisos.

—Yo… puedo encargarme de su ropa y lavarla. De verdad. Arruiné su camisa… y su pantalón.

Él ni siquiera miró la mancha.

—Eso no importa. ¿Tienen un botiquín aquí?

Hice un leve gesto de negación, sintiéndome cada vez más ridícula.

—No se preocupe, me pondré algo después.

—Deberías hacerlo ya —insistió—. No dejes que se irrite. El café caliente es traicionero.

No supe qué contestar. El calor de su mano sobre la mía, la forma en que hablaba, sin levantar la voz, sin mirarme con desprecio…

Finalmente, dejó mi muñeca. El vacío fue inmediato. Me disculpé una vez más antes de retirarme.

Esa tarde estuve tan distraída. Pensando en él, que confundí el azúcar con la sal y arruiné la sopa del día. Mi tío Henrik, no tardó en notarlo. Soltó un grito, dejó caer su cuchillo sobre la tabla y cruzó la cocina en tres zancadas. Me tomó bruscamente del brazo, sus dedos clavándose en mi piel, y me arrastró hasta la parte trasera del restaurante, donde no nos vería ningún cliente.

—¿¡Qué hiciste, inútil de m****a!? —vociferó, empujándome contra una estantería oxidada.

El golpe me sacó el aire de los pulmones. Me tambaleé, pero no me dejó recuperar el aliento. Abrió el viejo armario de metal y sacó la vara. Bambú delgado, flexible. Cruel. Mis piernas flaquearon.

—Siempre haciendo estupideces. No sirves ni para revolver una puta sopa. Eres una maldita carga.

El primer latigazo me azotó la parte trasera del muslo. Ardió como fuego. Apreté los dientes fuertemente para no gritar.

El segundo me alcanzó la espalda. El tercero, otra vez en las piernas. Cada golpe dejaba una marca más profunda que la anterior. Cerré los ojos, tratando de no sollozar.

— Más te vale no volver a hacerme perder el tiempo con tus cagadas —bufó, y me agarró del cabello, jalándome hacia él.

Intenté no emitir ningún sonido, pero el tirón fue tan brutal que un gemido se me escapó. Apenas un jadeo.

—¿Me acabas de hacer ruido, perra? —rugió—. Vuelve a hacer ruido y mañana te lo grabo en la lengua.

Alzó la vara una vez más. Esta vez quería golpearme en el rostro. Lo vi en sus ojos.

De pronto, un estruendo retumbó en la parte trasera. Algo metálico azotado fuertemente.

Henrik se quedó quieto, como un perro salvaje alertado. Giró la cabeza hacia el pasillo.

—¿Qué fue eso...? —murmuró, la vara quedó suspendida aún en el aire.

Yo me había encogido, cubriéndome el rostro.

Él bajó el brazo. Soltó un bufido, arrojó la vara al suelo y se dirigió rápido a la fuente del ruido.

Yo me quedé allí respirando pesado, mis piernas débiles, la espalda ardiendo...

Fui al baño a paso lento. Me lavé la cara, respiré hondo y me forcé a volver a la normalidad. Tenía mucho trabajo aún por hacer, y si provocaba a Henrik más de la cuenta, las consecuencias serían infinitamente peores. Me sequé las mejillas y me miré al espejo. No podía darme el lujo de quebrarme.

Cuando regresé al comedor, me dediqué a recoger las mesas. Una a una. Los vasos, los platos, los cubiertos. Hasta que, al llegar a la esquina más alejada, justo debajo del azucarero, noté algo fuera de lugar. Una hoja doblada en dos.

La caligrafía era perfecta. Pulcra.

«Habitación 3. Ven esta noche. 10 p.m.»

No pensé. Solo fui.

Esa noche, cuando el reloj de la cocina marcaba las diez en punto subí. Los escalones rechinaban. Me detuve frente a la habitación 3 y respiré hondo. Pensé en volver atrás. Pensé que no debería estar allí.

Pero toqué la puerta.

Él abrió casi al instante. Llevaba una camisa gris oscuro, remangada en los antebrazos, pantalones de vestir negros y zapatos pulidos.

Se hizo a un lado de la puerta y me dejó entrar. Se percibía el aroma a perfume masculino, en la habitación. Caminé despacio, sintiéndome diminuta en ese espacio. Me quedé de pie cerca del escritorio viejo en una esquina.

Cerró la puerta, se apoyó en la pared y esperó.

—Recibí su nota… —murmuré.

—La dejé donde sabía que la encontrarías —me respondió sereno.

—¿Para qué deseaba verme?

Él no respondió de inmediato. Caminó hacia el escritorio, tomó una pequeña bolsita de papel y se acercó a mí. Su sola presencia bastaba para acelerarme el pulso.

—Para entregarte esto —comentó, ofreciéndomela.

La tomé cautelosa. Dentro había un frasquito pequeño.

—¿Qué es?

—Ungüento para quemaduras.

La mención me tomó desprevenida. Claro, la quemadura. El ardor había quedado enterrado bajo todo lo que ocurrió después.

—Gracias… No tenía por qué tomarse esa molestia.

—No fue una molestia —replicó—. Dijiste que te aplicarías algo, pero viendo el estado de tu herida, parece que no lo hiciste.

—Se me pasó… he estado… ocupada —me excusé.

Era una mentira en parte. Ni siquiera tenía dinero para comprar medicina, ni permiso para salir por mi cuenta. Aun así, no pude admitirlo.

Me quedé allí, con el frasco entre las manos. Intenté abrirlo, quería demostrar gratitud. Pero el sello resistía, y se me resbalaba.

—¿Me permites? —preguntó, señalando el frasco.

Le entregué el frasco. Él se dirigió al baño, se lavó las manos, regresó y se sentó en la silla frente a mí. Desenroscó la tapa y tomó un poco del ungüento.

Tomó mi mano. El primer contacto me erizó la piel. Aplicó la crema extendiéndola en pequeños círculos. No me dolió.

—De verdad… muchas gracias, señor… —murmuré.

—Von Drachen. Soy Leo Von Drachen. ¿Y tú?

—Soy... Vera Lichtenberg.

—Encantado, Vera.

Asentí tímida, ofreciéndole una pequeña sonrisa.

—Puedes considerar esto un accidente laboral —me aseguró, cerrando el frasco—. No deberías trabajar. Intenta no mojarte la herida. Si se infecta, dolerá mucho más.

Fruncí el ceño.

—¿Cómo puede esto ser un accidente laboral? Fue torpeza mía… derramé el café, y peor aún, sobre usted.

—Estabas trabajando, ¿no? Entonces sí, cuenta como accidente. Es más común de lo que crees. Infórmalo.

—No creo que una quemadura tan pequeña sea un gran problema.

—Es superficial, pero molesta —se encogió de hombros—. Y si no se trata bien, puede empeorar.

—Gracias por explicármelo. Lo tendré en cuenta. Aunque no sé si pueda convencer a mis tíos sobre ello... —balbuceé.

Él se detuvo un segundo y se inclinó apenas.

—¿Los dueños del lugar son tus tíos?

Me puse rígida. Había hablado de más. Me puse de pie de inmediato, evitando enfrentarlo.

—Así es.

—Entonces deberían ser más flexibles contigo. Son familia, ¿no? —asumió.

—Sí... claro.

—No te noto muy convencida. ¿Por qué tiemblas?

—No es nada... ya es muy tarde, no debería seguir aquí. Gracias de nuevo.

Me giré hacia la puerta, pero él se incorporó.

—Vera… ¿Ese tipo te hizo eso?

Me detuve en seco. No entendía a qué se refería hasta que seguí su vista fija en mi hombro. Bajé la mirada y noté cómo la tela del suéter se había deslizado lo suficiente para dejar al descubierto parte del azote que llevaba desde la tarde. Me había olvidado por completo de cubrirme bien.

Intenté subirme la manga para taparlo, pero fracasé miserablemente. Él dio un paso más, sin invadirme del todo, pero con una tensión visible en su cuerpo. Lucía tan serio que me hizo sentir apenada.

—No es nada… —musité, intentando sonar firme.

—Vera... a decir verdad. Escuché lo que ocurrió detrás del restaurante. Ese hombre te gritaba. Estaba a punto de golpearte. Eso fue lo que alcancé a ver. No intervine porque pensé que podría empeorar las cosas para ti, así que... golpeé la puerta para distraerlo.

—Entonces… ¿fue usted? —pregunté, apenas susurrando.

Asintió.

—Sí. Pero veo que no sirvió de mucho… Al final, igual te golpeó, ¿no?

Me mordí el labio, luchando contra las palabras que querían salir.

Él acortó la distancia. Su tono grave, aunque suave, sonó determinado.

—Vera… En este lugar no te tratan bien. Nadie debería pasar por algo así. Tengo un amigo que maneja un hostal en otro pueblo. Evidentemente, no será como aquí, será mucho mejor. Si quieres… puedo llevarte esta misma noche.

Me apoyé en la pared detrás de mí. La idea era absurda. ¿Dejarlo todo? ¿Irme con un desconocido?

—¿Me ayudaría… sin pedir nada a cambio?

Él sostuvo mi mirada.

—No quiero nada a cambio. Me siento culpable. Porque vi cómo te trató, y no hice más.

Negué fervientemente, él no tenía la culpa de nada.

—No diga eso… Si no hubiese sido por el ruido, la paliza habría sido peor. Gracias a usted, él se detuvo.

Su expresión cambió. Había sorpresa en sus ojos. Se le notaba cohibido.

¿Por qué dije eso? Me retracté al notar lo que acababa de confesar. Desvié la vista a un punto fijo con tal de no verlo. Quedé en blanco. Su cercanía me confundía.

Él dio un paso más cerca. Noté cómo su mano rozaba mi rostro, obligándome a mirarlo.

—Vera… ven conmigo.

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