Capítulo 2

¿Qué podría salir peor?

Vivía en un infierno. A ese punto, irme con un desconocido sonaba menos aterrador que quedarme. Tentador, incluso. Leo me había ofrecido una salida. Una puerta abierta en mitad de un pasillo sin luz. Decidí cruzarla.

—De acuerdo —le confirmé—. Iré con usted.

—Esta misma noche nos vamos —afirmó él.

No hubo marcha atrás.

Y así lo hicimos.

Empaqué mis pocas pertenencias en una mochila desgastada. Leo, de hecho, pagó una noche adicional en el hostal, solo para ganar tiempo y salir de madrugada sin levantar sospechas.

Viajamos bajo la oscuridad. Sonaba la radio, una melodía de pop. Él se concentraba en la carretera. Yo miraba por la ventana; los árboles que pasaban eran como páginas arrancadas de mi historia.

No era un escape improvisado. Era el comienzo de algo nuevo.

Llegamos al hostal en Carintia cerca del mediodía. Habíamos viajado durante horas, cruzando montañas y pueblos, hasta que Leo estacionó frente a un edificio elegante, de fachada moderna y cuidada. Las paredes, limpias y claras, daban un aire profesional al lugar. Desde fuera, más que un hostal, parecía un hotel de lujo.

Leo se detuvo y apagó el motor.

—Dame un momento.

Salió del auto y entró al edificio, dejándome sola unos minutos. Me quedé en el asiento, aún adormilada por el viaje. El coche era cómodo, cálido; había dormido mejor allí que en mi frío ático. Observé el lugar desde la ventanilla, reconociendo que no se parecía en nada al caos del que venía.

Cuando Leo regresó, tomó mi mochila, abrió la puerta del copiloto y me extendió la mano para ayudarme a salir del auto. La agarré, sintiéndome especial. Me indicó que lo siguiera. Él tenía una forma muy natural de hacerse cargo de todo, hasta de mí.

—Hoy debo marcharme —dijo Leo al llegar a la entrada del hostal—. Pero quiero que tengas esto.

Me entregó una pequeña tarjeta blanca. Su número estaba escrito junto a su nombre.

—Pronto volveré a Carintia. Tengo asuntos pendientes, y… si tú quieres, vendré a verte.

Me quedé mirando la tarjeta, apretándola entre los dedos. Alcé la vista.

—Claro que sí —respondí.

—La chica de recepción te ayudará con lo demás —le escuché.

—De acuerdo... no sé cómo pagarle todo lo que está haciendo por mí —admití.

—Cuidándote la herida. Y dando lo mejor de ti —contestó él, sin dejar ver mucho más. Había algo en su tono que me hizo dudar si era un cumplido o simplemente una instrucción más. Aun así, no pude evitar sonreír.

—Tenga un buen viaje, Leo.

Él asintió una sola vez, se giró caminando tan alto y apuesto hacia su coche.

Me costó verlo alejarse.

La recepcionista me esperaba. Tenía gafas redondas, cabello rubio recogido en una coleta y una sonrisa confiada. Lina, se presentó. 27 años. Una chica jovial y amable desde el minuto uno.

Me guió hasta la habitación que me habían asignado. Allí dejé mis cosas, agradecida. También explicó mis tareas. El ambiente del hostal era tranquilo. Los dueños, el señor Albrecht y su esposa Helga, habían venido ese día solo para recibir a Leo y conversar un momento con él. Según me dijo Lina más tarde, era raro verlos allí. Ellos casi nunca aparecían por el lugar.

—¿Conoces mucho al señor Von Drachen? —le pregunté, curiosa.

Lina se apoyó en la encimera con un mohín pensativo.

—Es cliente habitual. Los dueños le tienen mucho respeto. Siempre se queda en la habitación VIP.

Tenía muchísimas preguntas. Quería saber todo sobre él, interrogar a Lina hasta el más mínimo detalle. ¿Quién era en realidad Leo Von Drachen? ¿Qué hacía? ¿Por qué lo respetaban tanto? Pero me contuve. No quería parecer una chismosa. Me guardé la curiosidad para mí, prometiéndome ir descubriéndolo poco a poco.

Los primeros días fueron extrañamente fáciles. Me estaba adaptando rápido. El lugar funcionaba en orden y precisión. Todos eran puntuales, mis horarios estaban claramente definidos. Tenía mi propia habitación y hasta un uniforme que debía llevar impecable. Por primera vez en mi vida, me sentía como una verdadera adulta de veinticuatro años, haciendo algo por mí, construyendo algo con mis propias manos.

Sin embargo, no todo fue perfecto. Una de las trabajadoras —Ingrid—, no me recibió con tanta calidez. Desde el primer día me dirigía pocas palabras, usaba un tono cortante que no se molestaba en disimular. El primer roce surgió cuando Lina le pidió que, por órdenes de los dueños, me cubriera con la limpieza de los baños hasta que sanara mi mano. Ingrid lo aceptó, sí, pero lo hizo resoplando fuerte, limpiando a desgano, haciéndome sentir que esto era una ofensa personal.

Semanas más tarde cuando cambiamos las sábanas de una habitación doble, Ingrid se giró.

—¡¿Así es como piensas doblarlas?!—me espetó, fastidiada.

—Lo siento mucho… ¿hay una forma específica? —pregunté.

—¿Una forma específica? Esto es un hostal, no tu casa. Aquí hay estándares. —Me arrebató la sábana de las manos bruscamente—. ¿No sabes lo básico o qué?

—Puedo aprender rápido si me explicas cómo hacer...

—¿Acaso soy tu profesora ahora? —me interrumpió sin dejarme terminar—. Además de tener que cubrir tus turnos porque desde el primer día estabas lesionada y no podías hacer tu trabajo, ¿ahora también tengo que enseñarle a la señorita?

—Lamento lo de los turnos... y bueno... Lina me dijo que me ibas a enseñar cómo tender las camas durante esta semana, y estoy tratando de imitar lo que veo que haces —expliqué.

—¡Pues hazlo mejor! —soltó—. Estás haciendo todo mal. Las habitaciones de los pisos superiores se tienden distinto, ¿no lo viste? ¿O también tengo que anotártelo en una libretita?

—Yo no…

—¿Qué clase de novata llega aquí con habitación privada, tareas suaves y encima una manito delicada? —me miró con sorna—. ¿A quién te estás tirando?

—No me estoy tirando a nadie —le aclaré nerviosa.

—Entonces explícame cómo conseguiste este trabajo. Desde que llegaste, hago el doble. Y tú te paseas tranquilamente… qué conveniente, ¿no?

Creo que lo estaba empeorando, intentando explicarme. Así que decidí callar. No quería echar más leña al fuego. Por suerte, como enviada del cielo, Lina entró en ese momento empujando un carrito lleno de toallas y la mirada aguda.

—¿Hay algún problema?

Ingrid no dijo nada, masculló algo entre dientes y salió furiosa del cuarto.

—¿Y a esta qué mosca le picó? —reprochó Lina mientras dejaba el carrito a un lado.

—Nada grave —le contesté restándole importancia—. Hoy estoy aprendiendo cómo arreglar las sábanas.

Lina me miró fijamente unos segundos, luego asintió acercándose.

—Mira, es más fácil si doblas primero las esquinas así, ¿ves? Después tiras la tela hacia abajo y alisas con la palma.

—Gracias... en serio —le dije aliviada.

—Ingrid es una amargada. No le hagas mucho caso, ¿vale?

—Vale.

La verdad, ni Ingrid ni nadie podía arruinar la paz que sentía últimamente. Estaba bien. No quería causar problemas ni incomodidades. Este hostal me había abierto las puertas, y lo último que deseaba era quedarle mal a Leo. Mi herida en la mano ya había sanado desde hace tiempo, pero a veces, cuando me encontraba sola, me sorprendía mirando ese pequeño frasco de pomada. Pensando en él.

Leo Von Dragen, con 28 años, era restaurador de arte antiguo. Me lo contó semanas atrás, poco después de que llegué a vivir aquí. En estos dos últimos meses nos habíamos visto cuatro veces. Conversaciones tranquilas, paseos breves, nada fuera de lugar. Leo era respetuoso, educado, algo distante… y absolutamente fascinante. Él me gustaba, y mucho. No recordaba haberme sentido así jamás.

La misma semana, justo al final de un turno, Lina me llamó desde recepción.

—Vera, dejaron esto para ti —me informó.

Me acerqué al mostrador desconcertada. Me entregó una notita doblada. La abrí.

Vendré el jueves. L.

Sentí un cosquilleo en el pecho. Lo iba a volver a ver.

''

El jueves era mi día libre. Había elegido un horario que me permitiera descansar un día entre semana y otro el fin de semana. Ese día amanecí distinta. Me sentía muy bien. Después de desayunar, subí a darme una ducha. El vapor cubría el espejo del baño, cuando lo limpié con la mano, me detuve un momento a mirarme. Mi aspecto siempre fue el de una niña malnutrida. Mi delgadez no era cuestión de estética, sino por falta de alimento. Había días en los que apenas probaba bocado. Jamás me detuve a pensar en mi apariencia. No tenía tiempo. Tampoco interés. Evitaba mirarme al espejo.

Durante mi infancia se burlaban de mí. Me llamaban «zanahoria», «diablita», «bicho raro».

Solo un par de meses viviendo aquí y me costaba reconocerme. La piel se veía más clara, y mis mejillas, ahora ligeramente más llenas, se teñían de un rosa natural. Las ojeras que me acompañaron por años no se habían ido del todo, aunque ya se iban suavizando. Incluso mi cabello rojo lucía distinto: suelto, más manejable, con brillo. Estaba aprendiendo a cuidarme. A quererme un poco.

Elegí un vestido que había comprado con mi propio dinero. Verde esmeralda, estampado de florecitas y una caída encima de las rodillas. Nada lujoso, pero bonito. Femenino. Me lo puse y me senté un momento en el borde de la cama. Quería verme bien para él.

Aún me estaba peinando cuando sonó el teléfono de la habitación. Seguro era Lina, o algún aviso del siguiente turno. Caminé hacia el aparato y levanté el auricular.

—¿Dime?

—¿Dormías? —era su voz.

Me enderecé de golpe. Leo.

—No… ya estaba despierta. ¿Todo bien?

—Sí. Acabo de llegar al hostal. Tengo unas reuniones en la mañana, pero pensé en invitarte a almorzar.

Tragué saliva.

—Claro, me encantaría.

—Te espero en el parqueadero a las doce y media. Estaré en el auto.

—De acuerdo. Nos vemos entonces.

—¿Ahora estás ocupada?

Apreté los labios, sintiendo cómo todo en mi pecho vibraba.

—Un poco... ¿por qué?

—Quería verte antes de irme, pero si no puedes, no pasa nada. Nos veremos a mediodía.

—Sí… a mediodía está bien.

Colgué con cuidado. Me quedé mirando el teléfono unos segundos, procesando todo. ¿Se estaba quedando en el hostal? Claro… por eso me llamó desde aquí. Desde su habitación. Las veces anteriores apenas había estado de paso… esta vez sí se estaba quedando bajo el mismo techo que yo.

Me temblaban los dedos. El hecho de que él durmiera allí esa noche, tan cerca, me aceleraba el corazón. Pero también me ponía nerviosa. No quería que nos vieran saliendo juntos y que Ingrid —que ya tenía una actitud pésima conmigo— me viera con un huésped VIP como Leo, la haría enfurecer. Y no solo eso. Los cotilleos. No quería que mancharan su nombre por mi culpa. No lo aceptaría. Jamás.

Moría por verlo ya mismo… sin embargo debía ser consciente.

Pasé la mañana entera mirándome en el espejo, practicando cómo sonreírle sin parecer desesperada. Intenté leer, dibujar, incluso ordenar mis cosas, pero no lograba concentrarme. Contaba los minutos, uno a uno. Al mediodía, por fin, salí del hostal.

Allí estaba. El auto negro de Leo. Él salió al verme acercar. Su andar era relajado; su rostro, imperturbable.

—¿No hace demasiado calor hoy? —comentó.

—Un poco, sí —le respondí, intentando sonar natural.

—¿Qué tal estuvo tu mañana en el hostal?

—Bastante tranquila —apreté los labios—. ¿Y las reuniones?

—Normales. Nada relevante.

Me abrió la puerta del copiloto. Subí al auto. El interior olía a él. Ese perfume masculino, especiado, cálido. Ya lo reconocía y lo extrañaba cuando no lo sentía.

El trayecto fue corto. Llegamos a un restaurante moderno, mesas de cristal, floreros de rosas rojas. Apenas crucé la puerta, sentí que no pertenecía allí. Leo fue directo al recibir al mesero con un leve gesto. Nos ubicaron junto a la ventana.

Me senté. El mesero sirvió agua y dejó la carta frente a mí. Leo, en lugar de tomar el menú, sacó su móvil y comenzó a teclear concentrado. Me llamó la atención. Él nunca usaba el teléfono cuando estaba conmigo. De hecho, ahora que lo pensaba, jamás lo había visto hacerlo. Era raro, considerando que todo el mundo vive pendiente de una pantalla.

Yo estaba ahorrando para comprar uno, pero no era una urgencia.

Lo observé en silencio, dudando si decir algo. No quería interrumpir. Tomé la copa de agua y fingí tranquilidad.

El teléfono vibró de nuevo. Leo lo miró, se tensó ligeramente y murmuró:

—Discúlpame un momento. Si quieres, puedes ir pidiendo algo mientras vuelvo.

Se levantó de la mesa y se alejó con el móvil en el oído. Me quedé sola. Acomodé mi cabello con una mano, agarré una cuchara y me observé en el reflejo. Tenía las mejillas encendidas.

Le eché un vistazo la carta. Miré los precios. Todo era carísimo. Me decidí por una sopa simple, la opción más barata. Cuando Leo regresó, volvió a disculparse.

—Asuntos del trabajo. Lo siento —dijo, retomando su lugar.

—No se preocupe. Usted debe estar muy ocupado —respondí, mordiendo mi labio inferior. Podría jurar que sus ojos se posaron allí, por un instante. Un milisegundo. Y luego volvió a encontrar mis ojos.

—¿Ya decidiste qué vas a pedir?

—Sí, voy a pedir esta sopa —le mostré la carta.

—¿Solo sopa? —repitió, arqueando apenas una ceja.

—Comí bastante esta mañana —murmuré, como excusa.

Leo no comentó nada más. Cuando el mesero regresó, habló por los dos. Terminó pidiendo tanto que la mesa parecía una cena para tres. Ensaladas, carne, arroz, pan… de todo.

—Vas a ayudarme con esto, ¿verdad? —me indicó simplemente, mientras agradecía al mesero.

Obvio. No me dejó tomar solo sopa. Pero fue tan sutil, tan elocuente, que ni siquiera pude protestar. Y la verdad… la comida estaba deliciosa. Durante el postre me sentí muchísimo más relajada. Él tenía ese efecto en mí. Comencé a contarle pequeñas anécdotas del hostal, situaciones con huéspedes, una historia absurda con la cafetera que causó una calidez distinta en sus ojos.

—Debo estar hablando como una lora —murmuré apretando los labios.

—Me agrada escucharte —resaltó—. Hablas con entusiasmo. Eso quiere decir que lo estás pasando bien aquí.

Asentí. Ya habíamos terminado y solo quedaba el vino, Leo se acomodó en la silla y le dio un trago pausado a su copa.

—El próximo mes hay una inauguración en una galería —comentó de pronto—. Es de un amigo. Un evento privado. Tengo una invitación extra, y.… como se que te gusta el arte, sobre todo el dibujo a lápiz. Tal vez te gustaría venir conmigo.

Yo tomaba agua en ese momento. Fue automático: el líquido se me fue por el camino equivocado y empecé a toser sin control.

—¿Ir… con usted? —balbuceé entre el ataque de tos asfixiante.

Leo se levantó enseguida. Caminó hasta mi lugar y me alcanzó un pañuelo de lino blanco.

—Tranquila —me indicó bajo—. Respira despacio.

Yo asentí, secándome los labios nerviosa. Qué forma tan patética de reaccionar a su propuesta.

—¿En serio ir a una galería de arte?

—No es algo tan grande, es una pequeña exposición.

Me mordí el labio, sin pensarlo. Era una manía, una de tantas que salían a flote cuando me sentía desbordada. Leo, aún de pie junto a mí, extendió una mano y me tomó suavemente del mentón, jalándolo apenas hacia abajo, sus dedos ardiendo en mi piel.

—Vas a lastimarte si sigues haciendo eso —advirtió con un tono más grave, casi ronco.

Lo miré, desconcertada.

—¿Qué?

—Te muerdes mucho los labios —añadió, como un simple consejo—. Puedes hacerte daño.

No fue invasivo. Ni siquiera incómodo. Solo… natural.

Después de unos segundos, se apartó.

—Considéralo —dijo, retomando su copa y volviendo a su lugar.

‘’

Después del almuerzo. Leo caminaba a mi lado cuando regresamos al hostal. Yo ya iba a desviarme por el pasillo lateral, hacia la entrada de servicio, cuando su voz me detuvo:

—Te acompaño a tu piso.

Me giré, insegura. No era habitual que usara el ascensor principal, pero a esa hora no había nadie.

Leo presionó el botón y se abrieron las puertas, me sostuvo con la mano en la espalda para que entrara primero.

No pasaron ni dos segundos antes de que una familia de turistas apareciera detrás. Eran estadounidenses, por el acento, hablaban rápido y en voz alta. Una señora arrastraba una maleta enorme. Un niño jugaba con una tablet, otro más pequeño tarareaba una canción. La escena entera era un caos… todos se amontonaron.

El sitio se volvió sofocante.

Me pegué contra la pared, y al ver que la señora tropezaba con su equipaje, me aparté para darle espacio. La maleta cayó hacia un lado, y tuve que moverme rápido. En esa maniobra instintiva terminé chocando contra Leo. Su torso era una muralla detrás de mí.

Intenté recomponerme, pero ya era tarde. Su mano descendió por mi brazo. Mi espalda rozaba su abdomen. Y más abajo… sentí la presión de la pretina de su pantalón. No quise pensar más allá. Aunque lo hice. No podía evitarlo.

El ascensor se detuvo, se abrió en el tercer piso. Una parte de la familia salió. Justo vi a Ingrid pasar por el pasillo empujando un carrito de limpieza. No sabía si me había visto, pero por si acaso, giré rápido para que no reconociera mi rostro. Al hacerlo, quedé frente al pecho de Leo, apreté la tela de su camisa entre mis dedos.

Me quedé a centímetros de él, sin atreverme a alzar la mirada.

—¿Estás bien? —murmuró, la línea de su mandíbula se endureció.

—Sí —respondí, apenas audible—. Supongo que así hago más espacio, ¿no?

—Claro —susurró.

Su mano en mi espalda me acercó un poco más a él. Podía sentir el calor de su cuerpo. El aroma de su piel. Cerré los ojos un instante. Mis mejillas ardían. Su mano aún en mi espalda. Su cuerpo... tan pegado al mío que no sabía si era el ascensor o yo la que temblaba.

El elevador se detuvo en la sexta planta. Mi piso.

Me separé. Le agradecí por el almuerzo.

—Nos vemos —anunció él.

—Cuídese, Leo —me despedí.

—Tú también, Vera —le oí decir.

Pasé toda la tarde con la cabeza dándole vueltas. Leo había logrado dejarme con el corazón acelerado incluso después de despedirnos. Me acosté temprano, o al menos lo intenté. Me moví de un lado al otro en la cama, incapaz de dejar de pensar en él, en su cercanía, en el modo en que me había tocado el rostro, la cintura...

Tenía que dormir, debía levantarme temprano al día siguiente, pero mi cuerpo no cooperaba.

En algún momento de la madrugada, abrí los ojos. Un ruido me despertó. Tal vez el viento golpeando.

No obstante, me congelé al ver una figura en el sillón frente a la ventana.

Estaba sentado con las piernas cruzadas, los codos en los apoyabrazos, la camisa negra desabrochada en el cuello.

¿Leo está aquí?

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