No es que fuera la primera vez que Leo tuviera que salir por trabajo. Pero esta vez dolía distinto. Tal vez porque estaba tan cerca del final del embarazo, o porque nos habíamos acostumbrado a dormir siempre entrelazados, con su respiración lenta en mi cuello, sus dedos descansando sobre mi vientre como un guardián sagrado. O tal vez porque simplemente me había vuelto adicta a su presencia. Su ausencia me pesaba incluso antes de que cruzara la puerta.
Estaba en la entrada del cuarto, haciendo un puchero infantil, con la bata apenas cerrada sobre el camisón, los pies hinchados por el calor y el embarazo. Leo ajustaba los botones de su camisa blanca.
—Mi rubí... —se quejó, acercándose para besarme la frente—. Solo será una noche. Dos a lo mucho.
—Eso dices ahora, pero Cracovia te encanta.
—Cracovia no me encanta más que tu olor y toda tú.
Me envolvió entre sus brazos y apoyó su barbilla en la parte superior de mi cabeza. Mis manos descansaron en su espalda, aferrándome. No quería que se