Desperté con una extraña sensación en el pecho. Asustada. Mis ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la claridad. Me pasé la mano por el rostro, intentando sacudirme la pesadez.
Estaba en la cama. En mi cama. Envuelta en mi bata blanca. Las sábanas tenían ese perfume tan característico que usaba Marta para lavarlas. Todo parecía normal.
Giré apenas el cuello. Ahí estaba él. Leo dormía profundamente, boca abajo, con una mano sobre mi muslo. Su respiración era pausada, acompasada. El cabello desordenado caía sobre su frente y la expresión serena de su rostro era tan cotidiana, tan íntimamente conocida, que algo dentro de mí se estremeció.
¿Fue un sueño?
Mi corazón dio un salto cuando las imágenes de la noche anterior me asaltaron: la puerta oculta, el pasadizo, el taller... la sangre. Cerré los ojos, inhalé profundo. Cuando los abrí de nuevo, Leo seguía allí, completamente apacible.
Me senté en la cama lentamente, intentando no despertarlo. Mis pies tocaron el suelo. Caminé haci