Yo seguía frente al caballete, con el pincel entre los dedos, pero no podía pintar nada. El estómago revuelto, la cabeza palpitando, y una fatiga espesa imposibilitándome respirar calmada. La frase del correo merodeaba sin descanso desde anoche. «¿Estás segura de que escapaste?»
—No comiste casi nada —la voz de Leo me alcanzó desde atrás. No lo había oído entrar.
—No tengo hambre —respondí apenas.
Él se acercó con una taza de té en las manos. Escuché el leve roce de la taza al posarla cerca de mí.
—Ayer estabas mejor. Pensé que esto ya había pasado.
—Eso creí —musité. Pero no podía con esta presión en el pecho.
—Podrías al menos comer algo. Un poco —sugirió, señalando con la cabeza la bandeja de desayuno que seguía intacta sobre la mesa.
—¿Acaso no escuchaste lo que dije, Leo? Fuí clara, no tengo apetito. ¿Puedes dejar de estar encima de mí todo el tiempo? —pasé mis manos por mi cabello, sintiendo cómo la rabia me latía en las sienes.
—Solo estoy tratando de cuidar de ti.
—Pue