Esa noche, Joaquín me llevó a una reunión en un salón privado.
En cuanto entramos, un grupo de jóvenes de familias adineradas volvió la mirada al unísono hacia Ricardo Paredes.
—¡Carolina! ¿De verdad no te acuerdas de mí? ¡Soy tu mejor amiga, Claudia Bernal!
Claudia me saludó con una sonrisa brillante, sentada justo al lado de Ricardo, aferrada a su brazo.
Joaquín me jaló suavemente para sentarme, mientras yo la observaba con una expresión confusa y negaba con la cabeza.
Ella soltó una risita coqueta, abrazando más fuerte a Ricardo.
—No importa, volvamos a conocernos desde cero.
Mi supuesta mejor amiga, ahora que creía que había perdido la memoria, aprovechaba para mostrarse abiertamente cariñosa con mi novio… o mejor dicho, mi ex. Su mirada llevaba un claro tono de burla. Y Ricardo parecía disfrutar del peligro de acariciar a otra mujer delante de su antigua novia.
—Claro, si ustedes dos eran tan amigas… y sus novios, mejores amigos… ¡qué coincidencia tan linda!
—Tómenlo como un nuevo comienzo —añadió otro, entre risas cargadas de doble sentido.
Todos sabían perfectamente lo que estaba ocurriendo, pero jugaban a la ignorancia con tal de ver cómo caía en la trampa. Me miraban como quien disfruta del ridículo ajeno.
Durante un juego, Claudia y Ricardo fueron obligados a beber de la misma copa.
Alguien empujó ligeramente, y sus labios se encontraron de manera sospechosamente «accidental».
—¡Uuuuh! ¡Beso, beso!
Entre gritos y risas, Ricardo sostuvo la cabeza de Claudia y profundizó el beso sin dudarlo.
Ella, fingiendo pudor, se tapó el rostro con las manos y se recostó en su pecho… pero entre sus dedos, sus ojos se asomaban con una mirada de triunfo dirigida a mí.
Ricardo la abrazaba como si fuera lo más preciado del mundo.
Luego me tocó a mí. Perdí una ronda.
—¡Carolina perdió! ¡Tiene que cumplir el castigo!
Claudia giró los ojos con entusiasmo, lista para hacerme pasar vergüenza.
—Que elija a alguien del grupo y le dé un beso con lengua —sugirió alguien con tono provocador.
—¡Sí, sí! ¡Que escoja! —corearon todos.
De pronto, el ambiente se quedó en silencio.
Me volví hacia Joaquín. Su expresión era visiblemente tensa. Así que me incliné hacia él, cerré los ojos lentamente y acerqué mis labios.
Pude sentir cómo su cuerpo se relajaba. Con cuidado, apoyó su mano en la parte trasera de mi cabeza y sus labios rozaron los míos.
—¡Ohhh...!
Las voces ya no eran de simple jolgorio, sino de asombro. El ambiente se había vuelto inesperadamente solemne.
No podía ver sus rostros, pero lo sentía: esa efusividad anterior se había transformado en una tensión densa.
—Ejem... —carraspeó Ricardo.
Cuando Joaquín y yo nos separamos, vi el rostro sombrío de Ricardo, mientras todos nos miraban comuna mezcla de incredulidad y de malsana atención.
Joaquín limpió la comisura de mis labios con ternura, y yo sonreí.
—Bueno, besé a mi novio, ¿no? El castigo está cumplido.
—Parece que aunque perdió la memoria, Carolina no ha olvidado cómo besar a su pareja —soltó Claudia, con esa típica risa venenosa.
El rostro de Ricardo se tornó aún más oscuro.
Me levanté para ir al baño. Ricardo y Joaquín salieron detrás, diciendo que irían a fumar.
En la esquina del pasillo, escuché su conversación.
—Te dije que no la tocaras, Joaquín. ¿Qué fue eso que acabas de hacer? —la voz de Ricardo vibraba de rabia contenida.
—Solo estábamos jugando. ¿No es eso lo mismo que tú haces con Claudia? —respondió Joaquín con una tranquilidad desafiante.
Ricardo se quedó en silencio por un momento.
—En fin, dejemos esto aquí. Solo cuida tus límites. Sé que no te gusta Carolina, pero evita tanto contacto físico. No olvides que ella me ama a mí.
Cuando volvimos al salón. El rostro de Ricardo seguía sombrío.
La reunión terminó poco después.
Joaquín no había bebido, así que fue él quien me llevó a casa.
Ya estaba entrando el invierno, y hacía frío, por lo que, en cuanto me senté en el coche, encendió la calefacción. Luego tomó mi mano entre las suyas.
—Estás helada. Te prepararé una leche caliente cuando lleguemos. No quiero que vuelvas a enfermarte.
Su gesto fue tan natural que por un instante olvidé que todo aquello era una farsa.
Lo miré fijamente, intentando descifrarlo.
—¿Qué pasa? —preguntó mientras arrancaba el coche.
—Nada —respondí.
Mantuvo mi mano entre las suyas todo el trayecto. Cuando mi palma empezó a sudar, apenas entonces sonrió.
—Ahora sí. Ya estás calentita. No quiero que te resfríes.
Soltó mi mano, pero el calor permanecía. Dentro del auto, no se sentía ni una pizca de frío.