Después del accidente automovilístico, fingí haber perdido la memoria para bromear un poco con mi marido y mi hijo. —¿Quiénes son ustedes? —pregunté con voz titubeante. En los ojos del niño relampagueó un destello de malicia disimulada. Sin dudarlo, tomó de la mano a una mujer que esperaba fuera de la habitación del hospital, y, con una sonrisa casi burlona, me soltó: —Señora, vinimos a visitarla con mis papás. A su lado, mi esposo permaneció en un silencio cómplice. Ni una palabra de protesta ante ese «señora» que resonó como una daga en mi pecho. Su silencio no dejó dudas: aprobaba con descaro que su propio hijo me relegara al frío título de una desconocida.
Leer másDe pronto, me vi sumergido en un pánico abrumador. Era como si una parte de mí se hubiera escapado silencioso de mi pecho, dejando un enorme vacío que latía con dolor.Los humanos somos criaturas de comprensión tardía. Solo valoramos lo que tenemos cuando ya lo hemos perdido.Comencé a revisar con frenesí sus antiguas publicaciones, aquellos mensajes cotidianos que Isabella me enviaba y que yo apenas había considerado.En los chats, sus palabras cobraban vida: describía eventos triviales con tal entusiasmo y gracia que no pude evitar reírme ante la pantalla.¿Habían sido siempre así de encantadores sus mensajes?Pero el patrón era bastante claro: largos y tediosos monólogos de su parte, interrumpidos por mis escasas respuestas, cuando respondía.Con el tiempo, sus actualizaciones se hicieron más breves. Luego, esporádicas. Hasta que el silencio se volvió permanente.El deseo de compartir no desaparece; solo encuentra nuevos destinatarios.Sin que yo lo notara, Miguel había absorbido ca
Camila me invitó muy amablemente a tomar un café en una elegante cafetería del centro.—Señorita López —comenzó, jugando nerviosa con su taza:— debo disculparme por lo del hospital. Cuando Alejandro dijo eso... pensé que solo estaba probando si realmente habías perdido la memoria. Por eso en ese momento no lo corregí.Bajó la mirada, mostrando un genuino remordimiento.—No debí entrometerme en su matrimonio. Y menos aceptar ser la tutora de Alejandro sabiendo cómo estaban las cosas.—Nuestro divorcio no tuvo que ver contigo —le respondí, sorbiendo mi café:— Sé que no eres ese tipo de persona.En realidad, le debía un favor a Camila.En segundo año de bachillerato, estuvo unos días en nuestra clase. Aunque era considerada la —princesa de Rosaleda— por su linaje, nunca actuó con arrogancia. Su sonrisa tranquila y su seguridad interior eran admirables.Yo, con mis 17 años llenos de inseguridades, ansiaba desesperada pertenecer al círculo de Diego. Mientras los otros se burlaban de mis int
—¿Sabes por qué Isabella sufrió ese accidente? —continuó Miguel, clavando sus duras palabras como dagas.—Porque la abandonaste en la autopista para correr detrás de su amada Camila.—¿Y cuando estaba enferma? ¿Cuántas veces la dejaste sufriendo sola? ¿Alguna vez pensaste que ella era tu esposa?Diego tenía la boca amarga. Quería refutar, pero para colmo de males cada acusación era cierta. Sentía unas manos invisibles estrangulándole la garganta, ahogándole las excusas. Su mente estaba en blanco.Cuando mi asistente me avisó que Diego había irrumpido furioso en la oficina de Miguel, corrí desperada con los guardias de seguridad hacia el piso ejecutivo.—¡Diego! ¿Qué diablos haces? —grité al salir del ascensor, justo a tiempo para verlo agarrando a Miguel por el cuello de la camisa.Los guardias lo separaron de inmediato. Yo me interpuse alterada entre ellos, protegiendo a Miguel.Su labio hinchado sangraba levemente, contrastando cruelmente con su piel pálida. Sus ojos vidriosos me mir
Actuando con total naturalidad, comenté:—Delicioso, sí que era coñac.Avancé unos cuantos pasos, dejando atrás a un Miguel paralizado, con el rubor extendiéndose desde sus mejillas hasta las orejas.Pero en cuestión de segundos, me alcanzó corriendo y me envolvió en un abrazo que me dejó sin aliento. Se inclinó cariñoso para enterrar su rostro en mi cuello, como un niño que acaba de recibir el regalo de sus sueños.—Isabella... te quiero tanto... —murmuraba una y otra vez, con esa voz ronca que se me clavaba directo en el pecho.Al llegar a casa, pareció sacudirse la borrachera de un golpe. Me empujó apresurado contra la puerta principal, sus ojos ardientes como brasas.—Isabella... ¿puedo besarte? —preguntó, con una voz que era más una súplica que una simple pregunta.Ante mi aprobación, se abalanzó como un cachorro hambriento. Sus labios encontraron los míos con una urgencia infinita que me hizo tambalear.La verdad no recuerdo cómo llegamos a la cama. Solo el sonido de nuestra respi
Alejandro, con esa familiaridad desconcertante que lo caracterizaba, se coló por la puerta como un sigiloso gato y se instaló con descaro en el sofá sin esperar invitación.Parecía haber olvidado por completo cómo, durante su última visita, me había exigido que me arrodillara para suplicar su perdón.Abrió el álbum con gran entusiasmo y me arrastró hacia él:—Mamá, mira. Esta es cuando aún estaba en tu barriguita. ¡Y esta otra es cuando nací! ¿Verdad que era adorable? La abuela dice que era el bebé más bello de todo el hospital.Intentaba por todos los medios despertar mi instinto maternal.Pero al ver aquellas fotos, solo sentí un dolor profundo por la mujer que fui.En las imágenes, mi cuerpo aparecía bastante esquelético, con solo el vientre grotescamente hinchado. Los vómitos constantes me habían dejado por cierto demasiado demacrada y fea. Mi cabello, antes lustroso, parecía paja seca. Y Alejandro, incluso en el útero, era un tirano: pateaba sin piedad alguna cada noche.—Qué egoís
Miguel llevaba una camiseta blanca de algodón suave y un pantalón gris. Parecía un universitario cualquiera.No, espera... la verdad es que se había graduado hacía poco.—Qué juventud... —suspiré, recostada en el sofá mientras observaba disimuladamente.Mis ojos recorrieron de forma fugaz su figura: esas caderas estrechas, esa cintura definida...—Magnífico... qué exquisito banquete visual —murmuré para mis adentros:— Ahora entiendo por qué las mujeres ricas mantienen modelos jóvenes.Miguel se acercó cauteloso con el café en mano. Enseguida adopté una expresión seria y me sumergí en una revista como si nada.Tomé la taza y di un sorbo. En cuanto Miguel se sentó, Lumbre saltó sobre sus piernas y comenzó a amasar con sus patitas el tejido gris.Mi mirada se fijó de manera instintiva en ese movimiento rítmico... hasta que algo me llamó la atención.Espera... ¿pantalón gris?Sin querer, mis ojos se desplazaron unos centímetros más al norte.—Qué... grande —la palabra escapó de mis labios
La piel de Miguel era de una blancura inmaculada, tan fina y suave que casi brillaba bajo la luz tenue de la lámpara. Me imaginé cómo se sentiría al tacto —quizás era tan delicada que incluso enrojecería con la más leve presión.Su bata estaba mal cerrada, revelando de esta forma más de lo que debía. Desde mi posición, podía ver con claridad la mitad de su pezón, que sobresalía ligeramente en su pectoral bien definido. Todo en él mostraba los resultados de arduas horas en el gimnasio: músculos tonificados, piel tersa... y esos pezones pálidos que, desde ciertos ángulos, dejaban entrever un tono rosado vergonzosamente atractivo.Solo de mirarlo, mi nariz se llenó de su fragancia —una mezcla de jabón de almendras y algo esencialmente masculino.—Morder ese impresionante cuerpo debía ser una delicia—, pensé por unos minutos sin querer. —Y si llora... sería aún mejor.El solo hecho de imaginar esa escena hizo que mi rostro ardiera como brasa. Sacudí temerosa la cabeza con fuerza, como si p
—La verdad es que tengo muchas ganas de volver a la compañía —lo confesé de forma abierta, jugando nerviosa con el mantel:— Pero llevo cinco años alejada del mundo laboral.Miguel dejó los cubiertos sobre el plato con un suave clic. Sus ojos, siempre tan perceptivos, me estudiaron con intensidad.—Con tus extraordinarias habilidades, retomarás el ritmo en cuestión de semanas —afirmó con convicción:— ¿Acaso has olvidado a esa mujer que brillaba en el mundo de los negocios?Un latido acelerado sacudió enseguida mi pecho. Recordé vívidamente la euforia de firmar mi primer contrato importante: la tinta fresca sobre el papel, el caloroso apretón de manos que sellaba mi primer triunfo...Asentí lentamente.—Está bien. Volveré.Sin embargo, dos días después llegó el cumpleaños de papá. Miguel y yo acudimos juntos a la casa.Con las manos sudorosas y la garganta seca, solté la bomba:—Me he divorciado.Ricardo López se llenó de rabia y alzó el brazo como si fuera a darme un golpe.—¡Padre! —la
—No volveré jamás.—Señora... ¿de verdad se va? —preguntó Silvia, plantada en la entrada, mientras se jugaba las lágrimas. Era la única sirvienta que aún quedaba desde mi llegada. La única que me había tratado como a una hija, con genuino cariño. Y supe que solo ella lloraría mi partida con lágrimas auténticas. —Deberías felicitarme —dije, sonriéndole y tomándole las manos con cariño—. Esto es una verdadera liberación para mí.Diego actuó con eficiencia empresarial: en cuestión de horas, transfirió los bienes acordados. Y yo, con solo los intereses de mis cuentas, compré un ático de doscientos metros cuadrados que había codiciado desde el mes anterior. Los antiguos dueños habían emigrado, dejando tras de sí un decorado romántico estilo francés, del cual me enamoré de inmediato. Sin necesidad de reformas, podría instalarme esa misma noche. Entusiasmada, firmé el contrato antes de que cambiaran de idea, tras lo cual el personal de mudanza descargó todo en cuestión de horas, y l