VI

Se colocaba la blanca e inmaculada camisa junto con su saco de diseño hecho a medida, que conformaba su elegante esmoquin, cuando llamaron a la puerta de su habitación en la suite del hotel donde se alojaba momentáneamente.

Advirtió que era su asistente, que asomaba desde la puerta buscándolo con la mirada por la gran y solitaria sala iluminada por las suntuosas lámparas.

Otra vez volvía a ser interrumpido, consciente de los gajes de su oficio como líder de una gran organización empresarial.

Resopló con exasperación al tener que abandonar la tranquilidad de la soledad que tanto esperaba disfrutar.

—¡Adelante! —gritó desde su alcoba.

—Señor, aquí está el servicio de comida que me pidió ordenar para este horario. ¿Desea algo en especial?

—¡Que me dejen en paz, si no es mucho pedir! —exclamó en voz alta.

Su asistente personal, Bill Carter, quien trabajaba para el hombre de negocios desde hacía más de cinco años, no se inmutó ante el acostumbrado baladro de su jefe.

La eficiencia y la lealtad le habían concedido su puesto. Aunque para ello debiera correr todos los días, con tal de dejar satisfecho a su empleador, un hombre de poco humor ante cualquier interrupción, como en aquel instante en que lo veía quieto, mirando las vistas de la ciudad.

Entendía que debía estar a cargo de empresas y personas con familias que alimentar.

Valentino se auto exigía constantemente para dar lo mejor de sí y esperaba lo mismo de cada persona contratada.

Y allí estaba él, a punto de ser otra vez —o no— testigo del familiarizado enfado y la hosquedad de sus réplicas.

Avergonzado por las respuestas secas que oía, Bill Carter se giró y se disculpó en su nombre con el hombre que llevaba el carrito de la cena pedida, dejándole además una buena propina.

Si algo se le daba bien, era intentar ser razonable y paciente con Valentino.

—Señor, debo volver a informarle que la cena ya está aquí. Llamaron de la sede de Florencia: necesitan la confirmación de una de las ventas de contenedores con equipamiento de construcción previstas para estos días. El comprador quiere revisar los equipos antes de dar los pagos y requieren su permiso para acceder.

»En Sicilia necesitan que se conecte por video llamada con el director general por algo sucedido, aunque no tuve demasiada información, solo me dijeron que era grave.

»Su madre quiere que se presente en la fiesta de cumpleaños de su amiga Loretta para que conozca a su hija, además de que lleve un obsequio “digno” —así lo expresó, señor— para agasajar a Loretta y a los invitados importantes que asistirán.

»Y, finalmente, su organizador, Marcus Locket, solicita con urgencia la aprobación de nuevas compras de último momento para la fiesta de hoy.

—¡Porca miseria! (¡Maldita sea!) —explotó—. Necesito hacerme un clon en estos momentos.

—Necesito una respuesta más específica para todos, señor Valentino.

—¡Qué se jodan!

—Señor...

—Mañana otorgaré la confirmación de venta. En este momento tengo una fiesta por delante y necesito revisar con detenimiento los papeles.

»Conéctame con el director de Sicilia, si le sirven cinco minutos de audiencia para resumir lo que haya ocurrido. ¡Demonios! Espero que no sea nada más grave que los planes de la mujer que me dio a luz. Por cierto, dile a mi madre que no tengo tiempo y…

—Señor De Lucca, su madre me dijo que no aceptaba un no por respuesta en caso de que se niegue a asistir.

—¡Esa mujer! Será mi madre, pero a veces quisiera… —colocó sus dedos índice y pulgar en el entrecejo y se masajeó tratando de relajar su mente acelerada—. Dile que lo pensaré y que no siga insistiendo. ¿Y qué rayos quiere Locket ahora? A lo que sea, dile que sí, pero con la condición de que me deje en paz hasta la hora de reunirnos. ¡Demonios! —maldijo nuevamente, tratando de anudarse la pajarita del esmoquin—. ¡Necesito whisky, carajo!

—Trate de no embriagarse, señor. Hoy tiene la gran fiesta y se espera de usted el discurso principal; la prensa estará presente.

—¡A la m****a todos!

—Aquí está su laptop —haciendo omisión al enfado del empresario al que estaba acostumbrado —. Se conectarán dentro de cinco minutos con el director general. ¿Está listo, señor?

—Sí, Bill. Terminemos con esto. ¡Jodidos todos!

Estuvieron varios minutos haciendo la conexión hasta que apareció un rostro moreno en la pantalla principal.

—Buon pomeriggio, signore De Lucca. (Buenas tardes, señor De Lucca).

—Buenas tardes, señor Lombardi. ¿Qué sucede?

—Señor, hemos sufrido robos durante la noche y hay un herido. Suponemos que fue obra de la mafia de la familia Rossetti, o quizá de una nueva organización que desconocemos.

—¿Quién es el herido? ¿Qué se llevaron?

—El jefe de seguridad, Costello Alfredo. Lo hallamos sobre uno de los arbustos, inconsciente; lo golpearon en la cabeza con la culata de un arma. Tuvieron que darle siete puntos. Se llevaron un contenedor con dos pares de maquinarias para ensamblar que habían llegado de Japón hace una semana, señor.

—¿Cómo demonios pudieron llevarse un contenedor de ese tamaño?

—Las cámaras de seguridad fueron apagadas, y en otras colocaron un video antiguo que transmitía la misma imagen durante una hora. El encargado de informática lo descubrió cuando notó que los guardias no pasaban a la hora habitual. Tardaron poco más de una hora en llevarse todo y desaparecer sin activar las alarmas.

»Sospechamos que fue la mafia Rossetti porque tienen empresas de seguridad e informática. Cuentan con los mejores hackers de toda Sicilia.

—Todo eso es una suposición, de todos modos...

—Así es, señor. Pero quise advertirle por si esto llegara a mayores. No sabemos qué conexión o advertencia quisieron enviar, pero si tiene nuevas instrucciones, las esperaremos.

—Por ahora, doblen la guardia. Reemplacen a Alfredo por su segundo hasta que se recupere. Y que los trabajadores no se enteren de esta falta; que quede entre nosotros, Lombardi. No quiero causar pánico ni culpar sin pruebas. Estén atentos.

—Lo estaremos, señor. Gracias por su tiempo.

Valentino bebió de un trago su whisky y se sentó, sopesando la nueva noticia que llegaba desde su país natal. No eran buenas nuevas, por supuesto. No podía creer que esa escoria se atreviera a cruzar sus instalaciones solo por haberse negado a un reclutamiento en el pasado.

Sí, así era. A los diecisiete años había conocido a unos muchachos que se hicieron sus amigos para luego involucrarlo en pequeñas fechorías, con el fin de demostrar su valía y jactarse de su fuerza. Tiempo después entendió que lo habían estado poniendo a prueba, para saber hasta dónde llegaba su destreza y cuán valioso podía ser el hijo de uno de los hombres más ricos de la región.

Lo supo cuando lo llevaron a un lugar lúgubre y abandonado para hablarle de los beneficios de pertenecer a su familia mafiosa. Le mostraban cuánto poder y dinero tendría si aceptaba trabajar para ellos como enlace entre las empresas de contratistas de su padre.

Eran momentos de los que no estaba orgulloso, por su vida descarrilada: las locuras, las interminables mujeres que desfilaban por su cama, los autos que desarmaba solo para molestar a sus dueños, el exceso de alcohol, las riñas que terminaban en cortes, sangre y hospitales…

Pero todo eso era parte del pasado, y creyó haberlo enterrado para siempre.

Tendría que hacer algo para erradicar ese problema de una vez por todas y proteger a sus trabajadores y empresas. No permitiría que cayeran por el pánico o la mala reputación de tener a los mafiosos husmeando, saqueando y lastimando a su gente.

Después de la fiesta tomaría cartas en el asunto o viajaría a las sedes. Estaba seguro de que se trataba de una advertencia de un pasado no olvidado, o de alguien que buscaba dañar sus posesiones más preciadas, aquellas que no soltaría por nada del mundo y que defendería con puños y dientes.

Sabiendo que era otro problema más para su mente, bebió un segundo trago sin pausa.

A veces pensaba que necesitaba un largo descanso mental, si tan solo pudiera desconectarse como una memoria extraíble.

Como un chispazo, se le vino a la mente el sonido de un viejo piano y la voz dulce, aterciopelada, de una hechicera que lo llamaba desde lo más profundo.

Recordó cómo su espíritu se rendía ante aquellos sonidos suaves y melódicos, y cómo más tarde su sangre hervía, encendiendo un infierno que debía liberar.

“¡Demonios! Yo recordando la voz de una mujer… ¡Que me cuelguen!”, pensó con ironía.

Repasó su habitación lujosamente decorada, sin saber si esperar una señal, unas palabras o una epifanía que le revelara cómo seguir.

Las paredes completamente blancas, la televisión de setenta y cinco pulgadas apagada frente a él, la mesa ratona de vidrio con la laptop en suspensión, otra pequeña mesa con una lámpara y su vaso de whisky a la izquierda.

Nada se movía, nada parecía dispuesto a compartir sus pensamientos, si es que los tuviera.

Mirando la hora, se levantó nuevamente del sillón semicircular, se colocó los gemelos en los puños de la camisa, retocó el nudo de su corbata de seda y se aplicó perfume.

Se contempló una vez más en el enorme espejo situado en la media pared, buscando cualquier pelusa o vello facial que amenazara con crecer.

Ya estaba bien ataviado: esmoquin negro a medida y zapatos de cuero italiano cosido a mano.

Sus ojos verdes como esmeraldas sonrieron con una mueca ladeada: una señal de auto aprobación.

Revisó una vez más su teléfono y halló un mensaje:

> “Hola, cariño. Espero que nos podamos ver pronto; hace mucho que no me prestas atención.

Xo xo, Vi.”

Era el texto de la amante a la que no veía hacía más de un mes, pues estaba con otra, la misma que esa noche estaría en la fiesta.

Debería recordarle de nuevo a la mujer que habían terminado, tal como habían acordado desde el principio.

No era hombre de una sola mujer.

No después de todo el placer que había vivido desde joven. ¿Por qué les costaba tanto entender?

¿Para qué tirar a la basura ese gratificante éxtasis para enredarse con una sola por el resto de su vida?

¿Para terminar como su padre, yendo y viniendo de una mujer a otra, reproduciéndose solo porque podía?

Había visto la luz: de ninguna manera cruzaría al oscuro túnel del círculo de oro puro en su dedo anular.

Jamás.

¡Ni en sueños!

Ni aunque toda su fortuna dependiera de una unión eterna.

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