Una voz que me erizó la piel desde la nuca hasta la espalda baja.
—Hola, Rebeca…
Me congelé. Cerré los ojos apenas un segundo antes de girarme. Sabía quién era. Reconocería esa voz incluso en el fin del mundo.
Me volteé lentamente y ahí estaba.
Carlos.
De pie, a unos pasos de mí, con sus ojos azules clavados en los míos como si el tiempo no hubiera pasado. Llevaba una camisa blanca remangada, sujeta con desdén a los codos, y el rostro… el rostro marcado por el peso de los años, pero también por la nostalgia.
—Hola —respondí en un susurro casi automático. Mis dedos se crisparon en el regazo.
Nuestros ojos se sostuvieron un segundo eterno. Luego, él desvió la mirada y posó sus ojos en el jardín. Su cuerpo se tensó primero… y luego, poco a poco, lo vi aflojarse. Una leve sonrisa, casi infantil, cruzó su rostro.
—Mis hijos… —murmuró—. Son tan hermosos, Rebeca. Al fin… al fin los podré abrazar.
No sé por qué, pero esa frase me atravesó el pecho. Me dejé sin aire.
Había algo genuino en su v