Rebeca Miller
El sonido del motor del auto se apagó justo cuando Carmen giró hacia mí para desearme un buen día. Le sonreí, le agradecí con un gesto y salí del vehículo. El aire matutino me golpeó el rostro con suavidad mientras caminaba hacia la entrada principal de la empresa Miller. La fachada, aunque polvorienta, seguía imponiendo respeto. Era como mirar una versión dormida de un sueño que alguna vez le pertenecía a mi padre.
Suspiré. Aún podía sentir el eco de su voz guiándome en los pasillos, corrigiéndome suavemente, hablándome de marketing, visión, compromiso y legado. Hoy era diferente. Hoy estaba sola. Pero a pesar de ese vacío, había una chispa dentro de mí que se negaba a apagarse.
Entré a mi oficina con paso decidido. Sobre el escritorio estaban los documentos que el banco me había enviado. Me senté, los abrí una vez más y repasé los cálculos: todo estaba saldado. Cuentas cerradas. Deudas inexistentes. El peso que había llevado por tantos meses se había desvanecido de la