Charles Schmidt
Apenas crucé la puerta del club, la música y las risas me golpearon como una ola. El aire estaba cargado de perfume caro, luces tenues y voces animadas. Todo era celebración, pero yo no podía desconectarme del torbellino en mi pecho. José, mi mejor amigo, celebraba su cumpleaños con Rosa, su esposa. Su felicidad era palpable. El tipo de felicidad que yo, por más poder que acumulara, nunca había logrado.
Los vi desde la distancia. Se veían bien juntos, como una pareja de esas que uno envidia en silencio. Y no voy a negar que me ardía verlos así. Porque ellos se casaron por amor… y yo solo por obligación. Obligación y culpa.
Me acerqué con una sonrisa ensayada.
—Feliz cumpleaños, amigo —le dije, y nos dimos un fuerte abrazo de esos que solo se dan los hombres que se han acompañado en las peores.
—Gracias, Charles. Me alegra que vinieras —respondió José con una palmada en mi hombro.
Miré a Rosa, que lucía espléndida.
—Hola, Rosa. Estás hermosa esta noche.
—Gracias, Charl