El silencio en el vestíbulo de la mansión de mi padre era denso, casi tangible, solo roto por el sonido rítmico y ansioso de mis propios pasos sobre el mármol. Caminaba de un lado a otro, trazando una línea invisible entre la escalera y la puerta principal, incapaz de quedarme quieto. Arriba, mi padre estaba hablando con Andrés, intentando reparar en minutos el daño que Amelia había cimentado con la precisión de un arquitecto del caos.
Me pasé la mano por el cabello, sintiendo la tensión acumulada en la base del cuello.
—Charles, por favor —la voz de Rebeca fue un suave bálsamo en medio de mi tormenta interna—. vas a hacer un agujero en el suelo. Siéntate un momento. Tu padre sabe lo que hace; Andrés lo respeta mucho.
Me detuve y la miré. Rebeca estaba sentada en el borde del sofá, con las manos cruzadas sobre su regazo, mostrando esa compostura elegante que siempre admiraba, aunque sabía que por dentro estaba tan herida como yo por el rechazo de mi hijo.
—No puedo, Rebeca —admití, so