Al llegar al último escalón, mi padre se detuvo y miró a Andrés; luego me miró a mí con una expresión que mezclaba alivio y advertencia.
—Tu hijo tiene algo que decirte, Charles —dijo mi padre con voz suave pero firme—. Vamos, campeón. Habla. Tu padre quiere escucharte.
Andrés levantó la vista. Sus ojos estaban rojos, hinchados de llorar, pero ya no había esa furia explosiva de hace un rato. Solo había una resignación triste. Se soltó de la mano de su abuelo y dio unos pasos vacilantes hacia mí.
Me agaché para quedar a su altura, ignorando el dolor punzante que aún sentía en las costillas por mis heridas recientes. Quería mirarlo a los ojos, quería que viera que yo no era el enemigo.
—Hijo... —susurré.
Andrés sorbió por la nariz y jugó con el borde de su camiseta.
—Está bien, papá —dijo con un hilo de voz—. Me iré contigo.
El alivio que sentí fue tan inmenso que casi me mareó. Era como si hubiera estado conteniendo la respiración bajo el agua y, de repente, saliera a la superficie.
—N