— Charles Schmidt
La habitación olía a desinfectante y a calma forzada; las máquinas latían con su ritmo mecánico, marcando segundos que me parecían lentos y pesados. Rebeca estaba junto a mi cama, con el gesto tenso y la mirada clavada en mi mano. Hablábamos en voz baja cuando la puerta se abrió de golpe y, por un instante, todo se congeló.
Viktor entró sin anunciarse. Su figura, siempre impecable, quedó erguida en el umbral. Al verlo, Rebeca se levantó de inmediato y le saludó —un gesto corto, correcto—. Sentí una punzada de estupidez y de celos al mismo tiempo: la seguridad que se dibujaba en su rostro ante su presencia me golpeó. Lo reconocí en su semblante: ese hombre estaba enamorado de Rebeca, y no era un secreto ni para mí ni para nadie. Aun así, intenté calmarme. No podía permitir que los celos me derrotaran ahora; Andrés estaba fuera y era lo único que importaba.
Viktor cruzó la habitación con paso medido. Nuestras miradas se encontraron por un segundo y, en ese silencio, me