— Amelia
El apartamento estaba en silencio, salvo por el leve tintineo de la copa contra la madera cuando la dejé sobre la mesa. Caminaba de un lado a otro con el tacón marcando el compás de mi impaciencia; la ciudad, al caer la tarde, se veía como una maqueta desde mi ventana: luces diminutas, vidas que seguían adelante sin saber nada de lo que yo tramaba aquí dentro. Respiré hondo y apreté la copa entre los dedos hasta que el cristal me mordió la piel.
—¿Cómo se atreve esa mujer a hablarme así? —murmuré para mí, sintiendo que la rabia me subía por la garganta como un veneno caliente—. Se cree con derecho a juzgarme, a exigir. Pero no sabe nada. Ella no sabe del precio que pagué, ni de lo que tuve que sacrificar.
El móvil vibró en la mesa como una respuesta a mis pensamientos. Lo tomé con manos temblorosas y marqué el número que había memorizado desde hacía semanas. Esperé con el corazón en la boca hasta que la voz áspera del otro lado contestó.
—Aló. —La voz sonó seca, profesional.