— Charles Schmidt
Estoy en mi oficina, terminando de firmar los últimos documentos. El bolígrafo raspa el papel y por un momento me concentro solo en ese sonido; la sala huele a tinta y a café viejo. Levanto la vista y miro el reloj de pared: son las doce en punto. —¡Mierda! —digo en voz baja; la palabra se me quiebra entre los dientes.
Me levanto de un salto; los papeles crujen bajo la mano. La prisa me empuja por el pasillo; dejo la gabardina colgada de un gancho y cruzo la oficina sin pensar en nada más que en el tiempo que se escapa. Al llegar al ascensor, aparto un mechón de cabello de la frente y arreglo la chaqueta con movimientos rápidos, automáticos, como si la corrección de la imagen pudiera detener el reloj.
El teléfono vibra en el bolsillo. Miro la pantalla: Rebeca. Contesto de una vez, sin ceremonias.
—Aló.
—Hola, Charles —la voz de Rebeca al otro lado suena cálida y suave. Me hace sonreír sin haberlo querido.
—Hola, amor, ¿cómo estás?
—Bien —respondo, y al decirlo noto q