— Charles Schmidt
Llego al colegio, respiro hondo y por un segundo la prisa se disuelve en el aire frío de la entrada. Estaciono el auto y miro alrededor buscando a Andrés con la vista antes de apagar el motor. Veo a uno de mis guardaespaldas llegar también en su coche; asiente con la cabeza, esa pequeña señal que nos dice que estamos sincronizados, aunque yo ya voy tarde. Salgo del coche y el ruido del patio me golpea: niños que gritan, madres, un timbre lejano. Camino hacia la entrada con la corbata floja, las manos todavía vibrando por la carrera.
Al llegar, la maestra me regala una sonrisa tranquila. —Buenas tardes —le digo con una sonrisa que intento que suene despreocupada. Ella me mira con respeto y dice: —Buenas tardes, señor Schmidt. —En su voz hay la rutina del día, la seguridad de quienes están acostumbrados a sonrisas y a despedidas.
Entonces escucho un grito agudo, lleno de alegría: “¡Papá!” Mi hijo corrió hacia mí antes de que pudiera pronunciar otra palabra; su impulso