Rebeca Miller
Entramos a la casa y de inmediato mi piel se erizó. El aire cálido me envolvió, y no supe si era por la temperatura o por los recuerdos que esta casa me devolvía de golpe. Cada rincón, cada cuadro, cada olor me hablaba de un pasado que había prometido no revivir jamás.
Charles caminó con paso seguro hacia donde estaban nuestros hijos, y yo lo seguí, un poco temblorosa, como si mis pies no quisieran obedecerme.
Allí estaban los tres, sentados en la mesa del comedor. Aiden ocupaba la silla del medio, esa que siempre había representado la cabeza del hogar, el lugar del que manda, del que sostiene a todos. Verlo allí me sacó una sonrisa inconsciente, mezcla de ternura y nostalgia.
Charles se detuvo frente a él y, con una expresión orgullosa, le dijo:
—Bien hecho, hijo. Cuando yo no esté en esta casa, tú serás el jefe de esta familia.
Aiden sonrió ampliamente, inflando el pecho con ese aire de responsabilidad que tanto lo caracteriza. Luego giró la cabeza hacia mí y dijo con