Todos terminamos de comer. La mesa quedó sumida en un silencio espeso, solo interrumpido por el tintinear de las cucharas contra los platos y el pequeño suspiro satisfecho de Eva, que siempre encontraba felicidad en los detalles más sencillos. Me detuve a observar cómo Rebeca, con movimientos suaves, ayudaba a Eva a limpiarse la boca con la servilleta, y cómo Aiden, con ese aire de hermano mayor responsable, le servía agua a Damián, cuidando de que no derramara ni una gota.
Me levanté despacio, sintiendo el peso de la rutina y de los recuerdos sobre mis hombros. Caminamos todos hacia la sala; el eco de nuestros pasos se mezclaba con el murmullo lejano del viento colándose por la ventana entreabierta. Me detuve unos segundos, quedándome de pie al borde de la alfombra, y miré a Rebeca. Había algo en ella que me golpeaba el pecho con fuerza… quizás esa serenidad con la que sostenía la mirada de nuestros hijos, o quizás la distancia —casi imperceptible, pero real— que todavía mantenía hac