Charles Schmidt
Ella asintió de nuevo, esta vez con más suavidad, como si comprendiera lo que realmente quería decir. No eran solo palabras de cortesía. Era gratitud sincera. Porque en medio de todo el caos, de todas las decisiones mal tomadas y las heridas abiertas, ella había sido una constante en la vida de mis hijos. Y ahora, también en la mía.
Me giré y caminé por el pasillo largo hasta llegar al despacho. Cada paso resonaba en el suelo de mármol. Las paredes seguían decoradas como las había dejado Rebeca. Nada había cambiado. Todo seguía igual. El mismo color crema, las mismas cortinas elegantes, los cuadros en su sitio y ese leve aroma a lavanda que aún persistía en el aire, como si ella aún estuviera allí.
Abrí la puerta del despacho y la cerré tras de mí con suavidad. Apoyé la espalda en ella un segundo, respirando hondo. Necesitaba ese respiro. Esa pausa.
Caminé hasta el escritorio, solté el reloj de mi muñeca y lo dejé sobre la madera pulida. Me dejé caer en el sillón de cu