Varios empleados que cruzaron en mi camino se apartaron discretamente, inclinando levemente la cabeza. Sabían leerme. Y sabía que, cuando caminaba así, lo mejor era no decir nada.
Atravesé el umbral de la puerta principal. El aire fresco del jardín me golpeó el rostro con la intensidad de una bofetada.
Y allí estaba ella.
Amelia.
Sentada aún en la banca junto a los rosales, sonriendo como si no acabara de incendiarlo todo. Tenía el teléfono en la mano, sostenido cerca del oído, y hablaba con total naturalidad. Como si no acabara de plantarse frente a la prensa y anunciar un compromiso que nunca existió.
Mis pasos se acelerarán más. El enojo me hervía en la sangre, me nublaba la vista, me endurecía la mandíbula. Al llegar a su lado, sin mediar palabra, extendí mi brazo y la tomé con firmeza por uno de los brazos de Amelia.
Ella soltó un leve jadeo de sorpresa, girando hacia mí con los ojos bien abiertos.
No dijimos nada durante un par de segundos. El silencio entre nosotros era peso, c