— Julián
La luz blanca de la joyería se refleja en los cristales pulidos, haciendo brillar como pequeñas estrellas atrapadas en vitrinas. Camino lentamente entre los mostradores, con las manos en los bolsillos, observando sin apuro los anillos dispuestos en filas perfectas.
—¿Busca algo en particular, señor? —me pregunta el joyero con voz cortés.
—Algo sencillo… pero simbólico —respondo con una sonrisa apenas curvada—. Que no parezca ostentoso, pero que diga: “Te pertenezco”.
Él asiente y me muestra un pequeño anillo de oro blanco. No tiene piedras grandes, solo un brillo discreto. Perfecto para Rebeca. Ella no es de las que se deslumbra con lo material. No, todavía. Además, tampoco estoy para tirar la casa por la ventana. El negocio es otro.
Estoy por sacar la billetera cuando el celular empieza a vibrar con insistencia en el bolsillo de mi chaqueta. Lo sacó con desgano. Amelia. Otra vez. Me ha llamado como tres veces en los últimos cinco minutos. Me tomo mi tiempo antes de contestar